domingo, 5 de mayo de 2013

De cómo sobrellevar un corazón roto en casa ajena

Para ti, que un mes de mayo como éste,
decidiste instalarte en mi vida para siempre,
aunque te mudases seis años después.
Feliz primer no aniversario.


A los tres días romper mi compromiso, salí con mis amigas por unas cervezas. Para tal reunión, me monté en mis zapatos altos, me planché el pelo y me maquillé como hago cada vez que salgo de noche y quiero unas fotos decentes para compartir en feis. El ritual anterior me mereció un: "¿Y sí te afectó lo de tu novio? Yo te veo muy bien" de mi amiga la chilena, seguido de un: "cuando mi novio se fue después de seis años juntos, yo no podía ni salir de la cama". 

Sucede que cuando uno es au pair, quedarse en cama no está permitido. No sólo, obviamente, porque hay que levantarse a atender a los niños, sino porque no podemos permitir que los hostpadres tengan acceso completo a la forma en que enfrentamos las dificultades de nuestra vida, pues no existe esa línea divisoria que convierte a un empleado en ser humano en cuanto cruza la puerta de su oficina. Todo el tiempo estamos bajo la mira aunque nuestras horas laborales hayan concluido.

Es decir: no es que no tuviera deseos de hibernar indefinidamente sepultada entre cobijas y recuerdos -principalmente por estos últimos- sino que no podía permitírmelo, pues a pesar de que  los hostpatrones mostraron comprensión y empatía por mi pesar (¡me compraron un cartón de cervezas mexicanas para ahogar mi pena!), siempre supe que no podía dejarles ver cuán afectada estaba. Temía que si un día, la pequeña Dorothee se tragaba un litro de detergente o yo estrellaba el coche contra un árbol, se lo atribuyeran a mi falta de concentración por traer la cabeza no sé en dónde. Entonces procuraba sonreír cuando deseaba sólo cerrar los ojos y no saber más, sollozar en la soledad de mi habitación cuando en realidad tenía ganas de gritar y maldecir, y por su puesto, tratar de que mi semblante off-duty fuese óptimo para que los hostpadres no desconfiaran de mi desempeño; traducido esto, en llantos prolongados encerrada en mi coche en el estacionamiento del gimnasio para volver a casa fresca y sonriente con un café frappé en mano (sí, sí: yo soy esa mujer que va al gym y al salir se compra un frappé con mucha crema batida para compensar la pérdida de calorías).

Y fue muy difícil. Fue un arduo -y muy fucking doloroso- trabajo hacerlo sola, porque de haber estado en México, la confrontación habría sido muy distinta. Para empezar, habría estado con mis otras amigas (con quienes comparto esa afinidad por curar toda herida con alcohol: ya sea en la piel o en los afectos), habría tenido el constante apoyo del Comité Femenino AntiPatanes conformado por mi mamá y mis hermanas, y habría podido deambular tan cabizbaja como se me hubiera antojado porque no habría tenido necesidad de fingir que ya lo había superado. Sin embargo, vivir y trabajar con una familia 'adoptiva' significa que cuando las cosas se ponen difíciles, uno tiene que sacar fuerza de sí mismo para afrontar la situación (a menos que de verdad tengas una relación madre-hija con la hostmom y te siente bien llorar en su regazo). Y aunque lloriqueé al teléfono con mi mamá casi a diario durante un mes, no tuve otra opción más que afrontar mi dolor yo misma, y con el paso del tiempo, recuperé mi sonrisa, mi visión a futuro y menos afortunadamente, mi talla.

No obstante, eso no significa que ya no extrañe ni lamente todo eso de lo que nos hemos perdido. A cinco meses, hoy debo admitir que la añoranza no se ha ido. Aún hoy, cada vez que preparo una sopa, sonrío porque sé que a él le encantaría probarla. Aún aparece en mis sueños: con sus camisas a cuadros y los huecos que se formaban en sus mejillas al sonreír. Todavía recuerdo con nostalgia -de ésa que duele- aquella mañana que cobijando mi cuerpo con el suyo me preguntó si quería ser su esposa, y no puedo dejar de preguntarme a dónde se fueron esas intenciones. Aún hoy, nuestras fotos tienen un extraño magnetismo que, cuando me topo con alguna, me impide dejar de observarla y no puedo evitar sentir que el tiempo no ha pasado y los sentimientos son los mismos. Hasta este día, "el tiempo y la distancia hicieron mella en lo que sentía por ti" resuena en mi cabeza sin tener sentido, pues aún hoy sigo sin entender porqué en mí no cambió nada. Aún pienso en lo que hará cada día, cómo habrá pasado su cumpleaños, las vacaciones y, más malsanamente, San Valentín, qué pensará de las amenazas bélicas de Norcorea y la liberación de Cassez y si todavía encoge los hombros al reírse. Aún hoy su voz suena con eco en mi cabeza y recuerdo claramente las cicatrices en el dorso de su mano izquierda. Todavía miro fotos de bodas y me parece escuchar un 'quiero pasar el resto de mi vida haciéndote feliz' que murmura entre las imágenes. Aún hoy, nadie llena mi mundo como lo hacía él y a nadie puedo compartirle lo que cruza por mi cabeza sabiendo que no seré juzgada (loca, inmadura, puta, débil mental o 'eres bien mamona, we'). Hasta el momento, a nadie ha vuelto a importarle saber de los venados que cruzan por mi jardín, los datos irrelevantes que aprendí leyendo por ocio (¿sabían que Susan Atkins no apuñaló a Sharon Tate y que por ende, el "Woman, I have no mercy for you" fue un invento hollywoodense?) y el par de prendas de lencería en rebaja que compré el último fin de semana. Aún hoy pienso en lo lindo que habría sido contarle de mi amiga la argentina que todo entiende al revés, y de la tamaulipeca que tiene la misma afición que yo por señalar las faltas gramaticales cuando alguien habla. Hasta este día, me sigue faltando alguien que me explique el mundo como él lo hacía. De modo que desde el último diciembre hasta el día de hoy he caminado a medias, porque si bien las motivaciones vuelven y los ánimos mejoran, los sentimientos siguen carentes. Y entonces, cuando la agencia me confirmó el vuelo de regreso a mi país, no pude evitar sentir pesar por quien me acompañó en el viaje de ida pero que ya no está en el de vuelta. Es decir: ahí estaba yo revisando mi itinerario de vuelta a México, deseando poder compartírselo, mientras me esforzaba por recordarme que mi fantasía de un reencuentro aeroportuario lleno de besos y mucha saliva en medio del tráfico de gente apurada por a llegar a su terminal, ya nunca se convertiría en realidad. Que ese discurso que planifiqué tantas veces en mi cabeza, el que decía algo como "gracias por resistir: a partir de hoy te voy a compensar por todo el tiempo que esperaste por mí para que sepas que no fue en vano" jamás llegaría a su destinatario.

Sin embargo, he de decir que aunque mis afectos aún se duelen, el hecho de que la ruptura ocurriese aquí, tuvo varias ventajas. En principio, evitó que me entregase a la autocompasión, pues tenía un trabajo que realizar y una imagen de ser humano medianamente cuerdo que mantener. Sirvió estar lejos de casa porque -a excepción de unos boxers suyos que le robé con su consentimiento y que solía usar como pijama- no hay recuerdos de nosotros en este lugar como los hubiese habido en mi ciudad donde cada lugar en el que nos besamos, taquería donde cenamos y hotel donde dormimos -o no-, habría vuelto de la cicatrización un proceso interminable. Encima, claro, favoreció el hecho de que la posibilidad de encontrarlos alguna vez en la calle, no existía y pude sobrellevar mi nueva realidad sin riesgo de retroceder cada vez que los mirase pasear de la mano. Y sobre todo, siempre ayuda recordarse que uno está consiguiendo algo aquí que, aunque quizá no valga tanto como lo que se perdió, no conseguiríamos en nuestro país de origen. En mi caso, Orlando, Las Vegas, las Cataratas del Niágara y los domingos de Starbucks con ese par amigas que se han vuelto mi familia, me recuerdan que fue mucho mejor que sucediese aquí y no allá, a pesar de las incomodidades ya citadas.

De modo que, aunque no puedo decir que la pérdida esté superada o que la sensación de abandono finalmente cesó, sí debo apuntar que, al menos, he recuperado la capacidad -y el deseo- de ver hacia el futuro. Y eso se lo debo, principalmente, al exilio.