jueves, 18 de abril de 2013

Recta final

Siempre he aborrecido los términos "recta final" o "último estirón" para referirse al período final de una etapa o proyecto, sin embargo, no encontré otro más representativo para referirme a las últimas ocho semanas que le quedan a mi aventura au pair.

Todo adquiere un matiz diferente durante el último par de meses. Y 'matiz diferente' es un término tan bonito para denominar, principalmente, a mi creciente desvergüenza de los más recientes días: los últimos de mi vida au pair. Eufemismos, creo que se llaman.

Sucede que cuando el rematch deja de ser un peligro latente, cuando tu dominio en el inglés se estanca y cuando las comodidades primermundistas se vuelven una cotidianidad, las motivaciones decrecen y el compromiso cede un poco. Y entonces uno comienza a preocuparse un poco menos por su desempeño, y las situaciones que antes causaban estrés comienzan a mermar en importancia: ¿El coche tiene un ruidito raro? ¿Tus patrones quitaron el servicio de cable? ¿Tu hostmadre no te sonríe? ¿No te interesan las conversaciones a la hora de la comida? ¿Los niños no quieren comerse las verduras? ¿La familia dejó un desorden la noche del domingo? Ya nada tiene la misma relevancia cuando quedan pocas semanas de estadía. Yo he dejado de insistirle a la pequeña Dorothee que coma ejotes cuando no los quiere -no morirá por no consumir ejotes dos meses-, me dedico a hacer estrictamente las labores que me corresponden (si tuvieron una fiesta en domingo, ellos habrán de recoger el confeti pisoteado el lunes), ya no me detengo de pedirles el coche a los hostpadres cuando están de mal humor aunque sepa que me harán una mueca de disgusto, y en general, las ideas para pasar el tiempo con mi pequeña pupila se han esfumado y la motivación que tenía para inventar actividades recreativas con ella ha desaparecido completamente, lo que da por resultado que pasemos casi todo el día en casa mientras ella juega con sus muñecos y yo reposo horizontalmente en un sillón mirando el techo.

De modo que estos días están inundados por la apatía laboral. Y no puedo decir que he descuidado mis labores, porque incluso, cumplo con ellas de manera más eficaz que hace un año (¡ya nunca jamás volví a ponerle detergente líquido a la lavavajillas!), pero sí he de reconocer que mis motivaciones se han reducido prácticamente a sólo terminar esto porque ya lo empecé. Nada más. Y es que últimamente, la añoranza ha aumentado y la convicción disminuido. Antes, cuando veía el resumen fotográfico de una buena noche de fiesta de mis amigos en México, lamentaba no estar ahí, pero sabía que acá estaba yo obteniendo mucho a cambio. Ahora, quisiera echarme un clavado a la fotografía y dejar lo que tengo aquí (Five Guys incluido) por volver a estar con la gente que me quiere y ser dueña de mi vida. Ha llegado un punto de mi experiencia en que ya pocas cosas tienen sentido. Si me preguntan, extender por nueve meses fue demasiado, pues desde hace tiempo hice lo que me propuse y tomé las oportunidades que se presentaron, y ya no hay más.

Simultáneamente, en las últimas semanas, uno atraviesa por un período donde todo convierte en una despedida y los planes a futuro tienen un margen de error muy reducido: no se pueden desperdiciar días yendo a restaurantes con comida mala o visitando playas en días que resultaron tener vientos más fuertes que los pronosticados, porque no hay más tiempo para reponer. Además, cada lugar visitado, cada comida ingerida, cada fin de semana se convierte en el último: los helados de yogur con mil coberturas, los domingos de Starbucks, el inacabable peregrinar por el mall, los brindis con vodka de tres dólares... Todo comienza a tornarse cuasi nostálgico porque hay que enfrentar un adiós constante que se agudiza cuando miras la cartelera de eventos y te encuentras con que para el siguiente otoño ya no estarás aquí.

Otra característica de la recta final es que la consciencia anticonsumista que debió acompañarnos desde que cobramos nuestro primer cheque, por fin hace aparición y entonces dejamos de comprar ropa y estupideces varias sólo por impulso; tendencia que se ve favorecida por el miedo de regresar al país de nacimiento y encontrarlo devastado cuasi como en período postguerra. De modo que uno comienza a ahorrar para hacerse la ilusión de una sobrevivencia digna al estar de vuelta en casa, y así desechar la idea de vigilar la ropa en la lavadora, esperando ver flotar un billete proveniente del pantalón de algún olvidadizo hermano como único medio legal de obtener dinero mientras conseguimos un empleo.

Y por último, los días finales se vuelven abrumadores porque antes de poner un pie en el avión que nos llevará de vuelta a casa, hay que dar por terminados los asuntos pendientes en este país: empacar nuestro crecido guardarropa, cancelar la membresía del gym, la cuenta del banco y de las clases de zurcido de calcetines rotos u otras clases a las que nos hayamos inscrito, pagar impuestos o dejar hecha nuestra declaración para el año entrante, llenar los formularios de salida para Cultural Care y comprar por mayoreo todos esos artículos que en nuestro país no venden y sin los que nos creemos incapaces de sobrevivir.

Entonces, aquí estoy.  Me encuentro en la recta final de esta carrera de au pairismo que comencé hace ya algún tiempo, entregándome a las despedidas continuas y al demandante deseo de recuperar mi autonomía al tiempo que disfruto de mis agonizantes fines de semana off -que seguro se acabarán cuando vuelva a tener un empleo de verdad-, y cuchareo helados Baskin Robbins intentando convencerme a mí misma de que no son muy diferentes a los de La Michoacana, y ansío que muy pronto TJ Maxx ponga en oferta los kits de maletas.   

lunes, 1 de abril de 2013

Nieve.

Entre las muchas cosas que quería probar de Estados Unidos estaba la nieve. Ese estado de la materia que no es agua de lluvia ni hielo de granizo y que para las au pairs nórdicas resulta ordinario. Crecí viendo caricaturas gringas en las que monos de nieve con bufanda y nariz de zanahoria aparecen con regularidad haciendo del invierno una fiesta que nadie quiere perderse, de modo que una de las preguntas que le hice a mi hostfamilia durante el match es si nevaba en invierno. Cuando me dijeron que sí, lo demás poco me importó.

Un día de diciembre, mientras los hosthijos tomaban su siesta, me encontraba yo en el cuarto de la televisión viendo Breaking Bad cuando de reojo vi por la ventana una brisa extraña. Parecía como el agua que salpica de una fuente pero caía más suavemente y era blanca. Brinqué del sillón y corrí a la calle como si hubiese escuchado al camión de los helados. Estuve en el jardín girando con los brazos extendidos por un largo rato como Winona Ryder en una escena similar, mientras la escarcha se acumulaba en mi sudadera rosa. Me daría un poco de pena que mis clientes, pacientes o profesores me hubiesen visto objeto de tanto júbilo, pero es que fue un momento genuinamente emocionante, a pesar de que la nieve que cayó apenas cubrió el pasto y se derritió un par de horas después.

Días después cayó la primera nevada de verdad y mi felicidad se completó al poderme deslizar cuesta abajo en el trineo familiar y al experimentar una guerra de bolas deformes de nieve con los niños. La calle cubierta con una capa blanca, además, me ofreció un escenario encantador desde la primera vez que lo vi, que se hizo merecedor a decenas y decenas de fotografías. Después me enteré que la nieve fue clasificada por los esquimales según su esponjosidad y que la de Maryland no es tan fluffy como la de otros estados ubicados más al norte; así que cuando conocí la nieve neoyorquina-canadiense mi regocijo aumentó pues era mucho más fina y suave, tanto que simulaba un merengue e incitaba a cualquiera a tirarse de rodillas sobre ella. Ver nevar de noche, por su parte, se convirtió en otra experiencia álbum, pues la imagen de la nieve blanquecina contrastando con la oscuridad del cielo, me mereció además de muchas sonrisas, muchas fotografías. Y aunque nunca pude hacer un mono de nieve, sentí completas mis expectativas.

Sin embargo esta temporada, la inesperada duración del invierno ha comenzado a mermar la magia que la nieve trae consigo, pues a pesar del calentamiento global y el equinoccio de primavera recientemente ocurrido, el  frío no se ha ido, y la más reciente nevada cayó hace apenas unos días. Mucha nieve se vuelve fastidiosa. Uno se cansa de usar guantes todo el tiempo, de tener que asirse de los barandales para no resbalar al caminar y de depender del pronóstico del clima para poder manejar, además de que la nieve sucia de varios días no forma parte del álbum del mejor año de tu vida.

De modo que, satisfecha con mis experiencia con la nieve, empecé a añorar los días soleados de faldas cortas en que uno no necesita aplicar un ritual de limpieza con alcohol sobre los parabrisas congelados para poder manejar. Esos días en que uno no requiere unas botas horrendas para salir al mundo exterior y en los que vestir a los hosthijos para salir al jardín no te ocupa más de dos minutos porque no hay capas y capas de ropa que poner. Días en que las puertas de los coches no se quedan atoradas debido a las temperaturas y en los que uno no se quema las retinas con el reflejo blancuzco del suelo.

Pero, oh, aquéllas que son pasajeras de este autobús al que uno no vuelve a abordar, entenderán cuando les diga que me entristecí de saber que la última nevada de la temporada cayó mientras yo me encontraba de vacaciones en el costado oeste y desértico de este país. Y es que ¿cuándo volveré a correr entre las colinas blancas como Heidi si en México me espera una vida de clima seco estepario?