martes, 19 de febrero de 2013

Adiós a la vida au pair


"Recuerdo cada vez que llevaba a los niños al parque,
veía pasar los aviones y decía: 'algún día yo estaré
volando de regreso. Algún día.' ¡Y ya era ese día!"
-Pepina-


A Pepina la conocí un sábado. Yo tenía aquí seis meses y ella apenas una rama (ejem, no. Perdón. Una semana.) Para ese entonces Luciérnaga y yo éramos bests y le dimos la bienvenida comiendo unos tacos horribles en un minimercado latino. Creo que nuestra labor como comité de bienvenida fue pésima porque nos dedicamos a quejarnos y a reenlistar por quincuagésimonovena vez todo lo que extrañábamos de México en lugar de congratularla por su decisión de emigrar. Sin embargo, Pepina perdonó la mala inauguración y se convirtió en mi amiga: una excepcional, vale aclarar. 

El tiempo pasó. Yo decidí extender. Ella no (aunque se lo imploré y recurrí al chantaje) y terminó su año de au pairismo hace una semana para volar de vuelta a México después de una despedida con hamburguesas y crisis de equipaje aeroportuaria.

Su partida involucró más que una despedida pues representó, además, una reconfiguración de mis expectativas sobre volver. Acompañarla durante las últimas de sus semanas de estadía en este país hizo que todas a su alrededor experimentáramos la partida casi como si fuésemos nosotras quienes estábamos despidiendo de la vida au pair.

Por ejemplo: ver a Pepina empacar me hizo temer sobre el peso que tendrán mis maletas cuando vuelva, pues durante este año y medio he adquirido una exorbitante cantidad de ropa y zapatos: la mayoría altísimos y con suelas pesadas, mismas que espero la próxima vez que me asalten, funcionen como arma letal voladora y compensen el desfalco al que me sometí por adquirirlos. También me dio temor pensar en tener que despedirme de esta casa con todas sus comodidades y sus habitantes, a quienes no sé si aprecio más que a las comodidades, pero definitivamente sí estimo. Al mismo tiempo, la noche en que despedimos a Pepina, me di cuenta de aunque estoy ansiosa por volver, aún no estoy lista para hacerlo      -quizá nunca lo esté- y enfrentarme al estrés de conseguir un nuevo empleo, manejar en carreteras agujeradas y renunciar a los planes viajeros de cada fin de semana. 

Y es que la vida de au pair es muy confortable. Desde luego, como he repetido incesantemente desde que llegué, resulta abrumador vivir con una familia extraña y depender de ella, hacerse cargo de niños malcriados y perder uno o dos años haciendo algo laboralmente improductivo. Pero simultáneamente, cuando uno se adapta, el confort comienza.

Uno se acostumbra pronto a que el servicio celular siempre esté cubierto y uno no tenga que cruzar los dedos al enviar un mensaje esperando que el saldo restante sea suficiente, a tener amigas que comparten la misma realidad que uno y que siempre estarán cerca porque el exilio afianza los lazos, a que cada fin de semana haya un plan emocionante para llevar a cabo, a los domingos de Starbucks, a tener un automóvil que nos haga olvidar las incomodidades del transporte público, a los servicios primermundistas, al poder adquisitivo gringo, y a tener un trabajo estable que nunca cambia pues se trata de repetir la misma rutina cada día: nunca aparecerán compañeros de trabajo antipáticos ni clientes detestables.
Uno se habitúa a la vida au pair mientras mira los aviones en el cielo esperando por el momento en que tomemos el propio y volvamos a casa; y cuando ese momento llega, nada podría ser más agridulce: volvemos a lado de los nuestros, nos olvidamos de adivinar humores ajenos, recuperamos nuestra libertad, nos reencontramos con nuestros sabores y nuestros semáforos con sus lindas luces verdes tintineantes, pero también sabemos que no volveremos a comprar una blusa Aeropostale en un buen rato, que nuestras amigas tienen novios u otras amigas y no siempre estarán disponibles los fines de semana, que ya no somos las hermanas mayores adoptivas y tenemos que luchar por el último trago de CocaCola contra nuestros hermanos -los de a deveras-, que en nuestra casa no hay agua caliente las 24 horas, que nadie nos pagará nueve mil pesos (o el equivalente a la divisa de nuestro país) por supervisar a un par de niños pequeños -labor que nos permite actualizar féisbuc, divagar, o reposar horizontalmente en horas laborales- y sobre todo: que la vida ha vuelto a ser justo como era cuando decidimos que queríamos un cambio.

jueves, 7 de febrero de 2013

La mejor edad para ser au pair

Cuando llegué al training me sorprendí de la gran cantidad de niñitas que había: chicas de no más de veinte años que dentro de poco estarían al cuidado de otros niños (¡y es que a los dieciocho eres una niña!), y me imaginé lo difícil que les resultaría la labor debido a su corta experiencia.

Sí, ya sé que no hay que generalizar porque hay chicas de veintiséis años que en su vida jamás han usado una escoba y niñitas de dieciocho que son huérfanas de madre y se hicieron cargo de sus diecisiete hermanos menores responsablemente, sin embargo, en promedio, a los dieciocho años uno está terminando la preparatoria, vive en la casa paterna sin responsabilidades de sustento, obedece a sus papás, y a esa edad, tener empleo representa dinero extra y no una proyección de éxito profesional ni mucho menos la respuesta a una necesidad económica.
Por eso creía yo que cuando uno es au pair a los dieciocho, la experiencia es mucho más difícil. Porque a esa edad uno no ha tenido la responsabilidad de decidir sobre la vida de otra persona, no tiene gran experiencia sorteando el estrés laboral y en general, uno es más inexperto en casi cualquier área relacionada con la vida de au pair. Y creí que yo, al tener 25 años, habiendo vivido sin mis papás, trabajado desde hacía siete años y superado más dificultades en los últimos cinco años que en toda mi vida, tendría un año de au pairismo mucho más dichoso que la mayoría de las dieciochoañeras.

Pues no.

Si bien me ha sido muy útil tener una carrera, ser legalmente apta para beber en este país, y haber sobrevivido cuatro años sin mi mamá; ser un adulto y no una universitaria me ha traído algunas frustraciones que se habrían evitado si hubiese hecho esto cuando tenía 18 y no 27. Sucede que me es imposible ver a mis hostpadres como una figura parental: los respeto porque son mis jefes, pero no porque me inspiren esa reverencia que se tiene a los padres. Eso vuelve nuestra relación un poco difícil porque no encontramos el balance entre mi rol de hija mayor y el del adulto que en realidad soy.
Para mí, en este punto de mi vida, representa un verdadero cansancio depender de una pareja que ni siquiera son mis papás.

De niña, púber y hasta universitaria, dependí siempre del humor de mi papá para hacer lo que fuese. Si quería ir a una fiesta, quería dinero para comprar lo que fuese o si tenía que confesar una suspensión escolar, tenía que encontrar el momento justo para hacerlo: cuando mi papá anduviese silbando alegremente por la casa, ya que si tenía la desdicha de que ese día el América hubiese ganado un clásico, por ejemplo, bien podía irme despidiendo de mis planes o asumiendo un castigo escabroso posterior a mi confesión. Además, desobedecer a mi papá nunca fue una opción: cuando decía 'no', no había apelación alguna. Más de alguna vez me apunté en algún plan para después avisarle a mis amigos que mi papá no me había dado permiso por razones razonables o de lo más disparatadas, y vergonzosamente, cancelar todo arreglo previo.

Afortunadamente, las cosas cambiaron después: me mudé para sostener una renta yo sola y volví algún tiempo después a la casa paterna para disfrutar, ahora sí, de mi independencia moral y económica. De modo que cuando quería pasar un fin de semana con mi novio sólo lo hacía saber: me despedía de mi mamá con mi maletita findesemanera en mano y volvía a casa el domingo por la noche. Disponía de mis tardes, mis noches y mis fines de semana enteramente: podía hacer planes a futuro o simplemente sumarme a una invitación espontánea de tipo: "no tengo nada qué hacer ¿le caemos por unas chelas?" sin ningún trámite engorroso. Si quería, podía volver a casa a las seis de la mañana después de una fiesta aunque debiese ir a trabajar a las ocho, pues confiaba plenamente en la respuesta de mi cuerpo al Red Bull y las cafiaspirinas. Si me llegaba un requerimiento de Hacienda por no pagar mis impuestos, lo platicaba con mi mamá mientras cenábamos panquecitos frente a la tele. Si quería hacerme un tatuaje, me lo hacía y ya. Le tomaba fotos y luego las subía a féisbuc. Me convertí en un adulto y me volví dueña de mi vida completamente.

Y entonces firmé un contrato con una agencia y volé a Estados Unidos para convertirme nuevamente en un ser dependiente de dos adultos, lo que durante mi fase de optimismo quierovivirestaexperienciacontodoloqueincluya me pareció razonable y, lógicamente, soportable. Pero ¡oh, Yisus, no sabía en la que me estaba metiendo!

Hoy, a diecisiete meses de iniciar esta vida, puedo decir que estoy francamente harta. No harta de los niños (sí, un poco), ni de la gente o los lugares que he conocido aquí, ni siquiera de estar lejos de casa: estoy harta de vivir como una adolescente. Estoy cansada de merodear en la cocina esperando el momento justo            -además de la palabra precisa y la sonrisa perfecta, Silvio dixit- para preguntar si puedo usar el coche. Me tiene fastidiada el no poder decidir qué hacer con mis fines de semana libremente porque no sé si tendré disponible el auto, como cuando siendo adolescente, no sabía si tendría permiso de mis papás. Me tiene cansada estar encerrada de lunes a viernes en esta casa porque tengo un curfew a las once de la noche, y el día que lo violé por ir a un concierto, los hostpadres me sentaron en la sala y me dieron una larga charla sobre el respeto y la buena conducta, y aterradoramente, mencionaron la posibilidad de prohibirme usar el coche como castigo. Estoy cansada de preocuparme por evitarme regaños -y es que estoy en espera de que me llegue una nueva multa por speeding y me la vivo al acecho de Mr. Postman para que me la entregue en mis manos sin que los hostpadres se enteren- y en general, me siento muy deseosa de recuperar mi vida de adulto.

Por eso es que en las más recientes semanas he cambiado un poco mi percepción sobre la mejor edad para ser au pair. Pienso que mi inexperiencia laboral a los 18 años no habría sido tan difícil de sobrellevar, finalmente. Al menos no tanto como tener una segunda adolescencia en casa ajena.