jueves, 13 de diciembre de 2012

¿Vale la pena ser au pair?

No me había enfrentado a esa cuestión en todo este tiempo. O más bien, nunca había tenido que contestarla negativamente, porque siempre me pareció que a pesar de todo, la experiencia au pair valía la pena. Vale la pena soportar berrinches, añoranzas, reglas de tránsito extrañas, hambruna, dormir a horas ridículas, pedir permiso para todo y volverse incapaz de planear su propia vida, porque a cambio uno obtiene el reconfortante beneficio de vivir en el extranjero, experimentando lo que no viviría en el país de nacimiento.

Eso me había quedado claro a mí hasta hace dos semanas. Aunque mucho me he quejado, siempre he concluido que valía la pena todo lo añorado y los momentos perdidos (fiestas, reuniones, navidades, ocasiones ordinarias de las que uno participa sólo a través de féisbuc mientras los demás siguen con su vida) a cambio de lo que uno aprende y vive cuando se viene de au pair, pues para mí ha sido la mejor escuela de manejo, de cocina y de supervivencia que he tenido.

Sin embargo, hace apenas dos domingos mi convencimiento se cimbró y algo parecido al arrepentimiento me tuvo cautiva un par de días. Mi novio, mi adoradísimo novio (seis años de relación, propuesta matrimonial de sobrecama con anillo incluido, planes de boda y asignación definitiva de nuestra nueva morada a mi regreso) me confesó que tenía ya dos meses viviendo con una mujer. Una mujer a quien ahora todos conocen como su novia, incluidos sus papás.

No tiene caso hablar de cómo se me derrumbó el mundo ni de cómo he padecido un calvario pensando qué haré de mi vida cuando vuelva, ni del infierno que resulta para mí recordar cada noche que mientras yo duermo sola en esta cama, sus brazos abrigan una espalda que no es la mía. No. Lo que intento externar y poner bajo la lupa es si realmente consideramos los riesgos que una experiencia así puede tener para nosotras, y si alguna vez nos cuestionamos si vale la pena tomarlos.

Como he dicho antes, mi novio -ahora exnovio, pero para fines terapéuticos lo seguiremos llamado novio en esta entrada- me brindó todo su apoyo para que yo tuviera esta experiencia. Me contactó con amistades para obtener la experiencia calificada, me acompañó a la Ciudad de México para tramitar la visa, me enseñó a nadar (yep... shame on me), y me ofreció toda la seguridad que tuvo a su alcance para que yo hiciera esto que él consideraba una oportunidad única. Estuvo conmigo desde el momento en que se me ocurrió la idea, pasando por el martirizante matching process (se emocionó conmigo cuando llegó la primer familia y se desesperó a mi lado al intentar hacer la cita en la embajada), y permaneció a mi lado cada noche mientras yo le resumía un día de berrinches, siestas, niños vomitones y paranoia por un rematch que nunca llegó. No tengo queja alguna y no puedo culparlo por lo que sucedió.

¿Mi gran error? Jamás considerar que eso podría pasarnos. Confiar desmesuradamente en mi relación, por la fortaleza que había demostrado tener. Pensar que lo nuestro estaba en un nivel superior al de los celos ordinarios y la necesidad de tocar al otro todo el tiempo. Todo mundo me preguntaba si mi novio se había molestado con mi decisión de extender y yo siempre respondía: "¡En lo absoluto! Él me apoya porque dice que es una oportunidad que no tendré otra vez", y ésa era la postura que él tenía. Y yo jamás pensé que podríamos terminar. Nunca. 

Temí que pudieran morirse las personas más viejas que conozco: el tendero de la esquina y la vecina que reza el rosario en su cochera cuyo pelo es blanco desde que yo era una niña. Supe que podía perder contacto con algunas personas o que algunas relaciones se enfriarían. Estuve consciente del inexplicable hueco que habría en mi currículum vitae de 2011 a 2013. Pero jamás pensé que podía terminar con mi novio. Teníamos una relación tan madura que nos había costado tanto cimentar; habíamos pasado ya por tanto, nos habíamos demostrado amarnos como no lo habíamos hecho antes, nos comunicábamos de una forma tan íntima, tan abierta, que a veces ni necesitaba palabras, nos habíamos dicho más de una vez que finalmente habíamos encontrado a la persona en la que queríamos habitar el resto de nuestras vidas, que jamás pensé que catorce meses y una vecina en falda podrían terminar con todo. Cuando escuchaba o leía historias au pair de chicas que terminaban con sus novios en el transcurso de su año yo decía: "eso no nos va a pasar a nosotros." Cuando me reencontré con mi novio en el aeropuerto y sentí en un abrazo ese cúmulo de amor, de deseo, de felicidad contenida por meses liberada en dos segundos, me aseguré a mí misma que 'eso' no me iba a pasar a mí. No a nosotros. Porque mi novio no es un niño, porque lo nuestro sí es amor del bueno, porque mi novio me ama lo suficiente para dejarme crecer, porque yo confío en él ciegamente, porque él me ha dicho que sabe esperar porque la recompensa final es tenerme para siempre, blablablá...

Y entonces, ese domingo después de terminar la última llamada telefónica que nos haríamos, con las mejillas aún saladas, me pregunté si lo vivido aquí me había valido la pena por lo que estaba perdiendo. Y hoy aún intento encontrar la respuesta. Muchas cosas aquí parecen ya no tener sentido. Gran parte de lo que yo hacía aquí lo hacía por los dos: aprender inglés y tomar una certificación en el extranjero para tener un buen empleo en México y que los dos viviéramos mejor. Cocinar tanto como pudiese para habituarme a la tarea y ser una mejor esposa. Y ahora... bueno, ya no me siento tan motivada para soportar berrinches los seis meses que me quedan ni siento que ir a Disneyworld sea tan fantástico.

Yo no creo en las medias naranjas ni en que todo ocurre como obra de un plan divino que siempre trae mejores cosas cada vez. No. Yo creo en las pérdidas. Yo creo en las consecuencias de nuestras acciones. Y creo que cuando un hombre dice que "finalmente el tiempo y la distancia sí hacen mella" en lo que siente por su pareja, es porque no importa cuan fuerte, madura o estable sea su relación, SIEMPRE existe el riesgo de que un año en la lejanía lo eche todo a perder.

El consejo-moraleja-desvarío no es, desde luego, que como me pasó a mí, se preparen para ver cómo sus novios las engañan cuando dejen su país o que se hagan a la idea de nunca volver a ver al novio del que se despidieron llorando en el aeropuerto.

Mi consejo es que trabajen muchísimo en sus relaciones cuando estén acá: no las dejen rezagadas. Escriban diario a sus novios/novias (sí, es en serio: diario). Háganles sentir que los incluyen en sus días. No se olviden de agradecerles por su apoyo. Aunque tengan muchísimos problemas con su hostfamilia o su vida gringa en general, no se olviden de preguntarle a su novio por los suyos. Escuchen. Escuchen mucho. Confíen pero no se olviden de la falibilidad de las relaciones, y menos aún, de las relaciones a distancia.

Y también: piensen muy bien antes de extender. La decisión debe considerar más factores que los que toma en cuenta una chica sin compromisos. Ahora veo más claro que un año es suficiente. Valoren qué obtendrán con la extensión y qué ponen en riesgo. Curiosamente, mi novio comenzó a vivir con su vecina cuando yo cumplí un año y un mes aquí, y me faltaban ocho para volver. La extensión puede ser emocionante para nosotras, pero definitivamente no para ellos. Ellos estarán contentos de compartir con nosotros esta experiencia, pero quizá no de alargarla innecesariamente. 

Y sobretodo: don't take it for granted. No sabemos si a nuestro regreso vamos a encontrar a las mismas personas que dejamos, pero específicamente, no podemos asegurarnos que nuestras parejas van a estar ahí para nosotras. Todo puede pasar. Y entonces hay que sopesar si vale la pena.