miércoles, 28 de noviembre de 2012

¿Importa vivir con una familia adinerada?

En general cualquier familia que pueda costear los gastos que genera tener una au pair, pertenece a la clase media-alta o alta, pues las cuotas del programa y la manutención de un adulto extra en casa no son gastos que una familia con dificultades económicas pueda absorber. Sin embargo, eso no significa que toda familia anfitriona viva holgadamente. Es decir, así como no todos en México usamos sombrero ni todos en África bailan alrededor de una escultura de madera, no todos en Estados Unidos son unos despilfarradores y viven carefree about money.

Y bueno, eso no parece ser un problema para uno que no viene a gozarla, pues toda au pair llega aquí montada en su navecita de fantasía que clama al mundo: "voy a aprender, a conocer, a subsistir por mis propios medios: no me importa que mi hostfamilia no tenga mayordomo", actitud que, si bien es útil cuando hay que hacerle frente al alza en el costo de la gasolina y cuando en la alacena encontramos puros corn flakes y jamás uno de esos cereales sabrosos que tienen arándanos y frutas secas -y carísimas-, de poco sirve cuando las limitaciones económicas de la familia comienzan a permear en el bolsillo así como en el confort básico de la au pair. Es decir, cuando uno se topa con otras au pairs que manejan convertibles, usan equipos telefónicos costosos y sofisticados, viajan con la familia a lugares remotos o tienen tinas de hidromasaje en su baño privado, nos asombramos y reconocemos la suerte que la au pair en cuestión tuvo al ser elegida por su familia y aspiramos a tomar un paseo un día en su descapotable, pero no olvidamos que lo verdaderamente importante es vivir con una familia armónica que se apegue a las reglas del programa y sirve recordarse a sí mismo que uno no venía por la comodidad sino por la experiencia y prácticamente, la sobrevivencia.

Pero la situación es distinta cuando la familia escatima en los servicios más básicos o necesarios para la au pair. Y es que uno no viene a mendigar ¿cierto? Entonces lo esperable es que la familia cumpla con su deber de anfitriona, pero...
I happen to be hungry all the time in this house!

Cuando llegué a la casa, la hostmadre me dijo "Vainilla, we are cheap people" y para ese entonces no me importó porque yo vengo de una familia de clase media y sé muy bien lo que es economizar en gastos para hacer rendir el dinero y que ningún hijo se quede sin calcetines en invierno, así que me hice cargo de mis snacks, mi champú y la gasolina para mi uso personal, como esperaba, y no me sorprendió comer recalentados o ver que los niños heredan la ropa del hermano mayor inmediato, por ejemplo.

Sin embargo, cuando noté que las raciones de comida en esta familia eran ridículamente pequeñas, nacieron las primeras incomodidades, porque el hambre me transforma en otro ser humano: uno frustrado y malhumorado (y hambriento). Incomodidades que se intensificaron cuando eventualmente descubrí cómo funcionaba el plan de reducción de expensas de esta familia.
Por ejemplo, si la leche se termina en miércoles, no habrá un nuevo galón sino hasta el viernes que es día de paga y los hostpadres van al Safeway a hacer las compras con su cheque recién cobrado. Y no es que yo me muera sin comer cereal dos días, pero no es lo que uno esperaría de una familia que se compromete a darte alimentación por un año como parte del programa (además de que si no te dan suficiente comida a la hora del dinner, lo menos es que tengan leche para que puedas llenarte la tripa con el cereal que TÚ compraste ¿no?), mientras que en invierno, la familia prefiere echar algo de leña a la chimenea antes que encender la calefacción, a fin de ahorrar energía y reducir el recibo a fin de mes, lo que deriva en mi titiritar constante. Y como había mencionado antes: la gasolina siempre será motivo de queja para esta familia a la que le sentaría muy bien usar un coche con celdas solares o, en su defecto, una máquina de vapor, que quizá no pasaría la mitad del tiempo en el taller como lo hace este Hyundai y les ahorraría muchos suspiros de inconformidad.

Entonces, en mi experiencia, sí importa vivir con una familia que no tenga preocupaciones económicas. Porque aunque sea irrelevante que la familia no te reciba con un iPhone 5, sí lamentarás tener el estómago a medio llenar cada tarde, pensando en lo rico que estarías comiendo en tu mesa.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Huida.

Post chillón , personal y hueco.
Siéntase libre de abandonar la sala.

A veces miro mis fotografías y sólo veo a una mujer pasándola bien en una fiesta con personas que conoce y reconoce, pero con las que no ha establecido un verdadero lazo, y siento que he desperdiciado mi vida en relaciones frívolas y pasajeras. Generalmente esto me ocurre cada diciembre 31 o en vísperas de mi cumpleaños, pero ahora me pasa quizá porque me puse un pantalón morado o porque anduve chismeando en el blog de una excompañera de teatro.

Como antecedente, he de decir que en mi vida me he equivocado mucho. Muchísimo. Que siempre tendré celos de quienes sí se atrevieron a remar contracorriente para lograr lo que querían, mientras que yo, cobarde como soy, transité por el camino seguro. Pocas cosas me han apasionado en la vida y no tuve el coraje suficiente para luchar por ellas. He sido talentosa para las mismas pocas cosas y, guess what, las abandoné por indisciplina y miedo, y me inscribí en la universidad para estudiar una carrera que, según yo, me aseguraría bienestar económico. Ingenuidad completa. Dicen que la estupidez de la adolescencia sólo se cura con la edad y es cierto.

A veces aún me pregunto cómo habría sido mi vida de haber tomado mis maletas para irme a estudiar la universidad en una ciudad vecina. Si, a diferencia de mis relaciones universitarias reales, el hecho de compartir casa con alguien más me habría ayudado a solidificar nexos emocionales genuinos con otro ser humano o si mi incapacidad para fraternizar es genética y nunca habríamos sido más que roommates temporales que se agregarán al féisbuc diez años después de egresar para decirse "hey ¿qué onda?" y nunca más cruzar palabra otra vez.
Cuando estudiaba la carrera me sentía perdida: no me entusiasmaba ejercer, al contrario, me aterraba que otra persona le confiase su salud mental a mis perturbaciones, manías y prejuicios. Pocos maestros me tenían agrado y mis calificaciones eran apenas promedio. Tenía amigos, pero sabía que en cuanto pusiéramos un pie fuera de la universidad los perdería para siempre y así fue: ellos siguen siendo amigos, apadrinan sus bodas, se dan regalos navideños y visitan veraniegamente al más afortunado de todos que consiguió trabajo en una playa, pero yo ya nunca más fui necesaria. Sabía que ése no era mi lugar y aún no me perdono no haber sido lo suficientemente honesta conmigo para buscar el mío. Para ese entonces, mis papás se estaban separando y mi mamá estaba mudando de empleo a uno infinitamente menos remunerado. Este par de eventos se convirtieron en mi coartada para estancarme y terminar una carrera a la que siempre le temí y para la cual no tengo ninguna aptitud, lo que derivó en mi aislamiento social, pues no pertenezco más a aquéllos que ahora forman parte del círculo de psicólogos con consultorio y secretaria con tacones provenientes de un catálogo de Andrea. Y eso me lastima como una piedra en el zapato: no lo suficiente para no dejarme vivir, pero siempre está ahí como un dolorcito. Una pequeña punzada que duele intermitentemente cuando mi novio cuenta anécdotas de su vida de estudiante en Valenciana, o cuando veo una foto de los colegas psicólogos en las reuniones a las que yo dejé de asistir porque no tenía ninguna anécdota profesional sobre pacientes suicidas recuperados, para farolear al respecto. Un dolorcito que se siente como reproche, como vergüenza, como amargura. Prurito que parece decir: "eres una tonta."

De modo que, tenía la idea de que venirme de au pair me serviría para sentir que me atreví a hacer algo en mi vida. Algo parecido a estudiar lejos de casa, que a la vez, me sería de utilidad para justificar el hecho de hallarme en la soledad absoluta (¿quién podría juzgarme por no tener amigos si no los frecuenté en los últimos dos años?). No lo pensé, pero pronto descubrí, que ser au pair, para mí, estaba convirtiéndose en ese período de supervivencia universitaria que nunca experimenté y que siempre deseé. Me di cuenta, además, de que quería demostrarme que esta vez sí podría establecer una relación sólida, que moría de ganas por compartir una circunstancia en común con alguien más que nos ligara de manera irrebatible (¿y qué mejor que el hecho de estar lejos de casa debatiéndonos entre la añoranza por los tacos y el amor por el shopping gringo?), que quería exponerme ante las dificultades que supone sobrevivir en el extranjero cuando no se está de vacaciones, pero sobre todo, descubrí que el exilio me serviría para perdonarme a mí misma.

Y en ésas estamos.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Ocho mil cosas que amo de EUA (parte 1 de muchas).


1.- El poder adquisitivo: si bien la economía de este país se ha visto afectada principalmente desde el financial breakdown de 2008 y los gringos se quejan de que 'ya nada es como antes', sigue siendo una de las más fuertes del mundo, y eso se refleja en lo que sus habitantes podemos adquirir. Hasta los que ganamos 4.35 la hora. Aquí me he comprado muchas cosas que en México me habría llevado meses de ahorro y planeación. Por ejemplo, una cámara, boletos de avión, ropa de marca y próximamente una laptop (porque mi notebook ya está por perecer). Además de que, como ya he dicho muchas veces, aquí uno no se limita en lo absoluto. Cualquier cosa que se te antoje, está al alcance y uno deja de preocuparse por mirar el precio de los platillos cuando come en un restaurante; además de que ir al cine significa pagar refrescos de 5.75 sin remilgar demasiado. Lo único malo de todo esto es que ahora no sé cómo voy a transportar de vuelta a México tantos pares de zapatos.  

2.- Comercialización de los artículos más bizarros (¡y útiles!) del mundo: como consecuencia del poder adquisitivo, aquí se fabrican -o importan- miles de artículos que vuelven al ciudadano promedio en un flojonazo de primera, pero simultáneamente uno muy feliz. Aquí yo me he encontrado con cosas que me habrían facilitado la existencia de haberlas tenido en mi casa. Por ejemplo, una malla metálica con asa para cubrir las cazuelas y evitar que brinque el aceite al cocinar, cupcakes instantmaker (como una sandwichera, pero que hace cupcakes ¡o donas de muchos tamaños!) o miles de aplicaciones para manualidades con todas las formas y diseños que uno pueda desear (sé que mi mamá amaría Michael's). No digo que sean cosas que no se vendan en nuestros países, pero sí sé que no se comercializan con la misma cotidianidad -y accesible precio- que aquí, además de que, en caso de poderlos conseguir, es a través de telemarketing y en una gama muy limitada.

3.- Embudo cultural: al ser un país próspero con un nivel de vida óptimo, Estados Unidos ha sido el blanco migratorio para muchísimas culturas desde, al menos, el siglo pasado cuando la nación se recuperó de los efectos ocasionados por Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Lo que resulta en un país multicultural en cuyos vagones del metro es común escuchar cinco idiomas diferentes, o bien, que uno se encuentre con judíos, afroamericanos, latinos y gente que usa turbantes raros, en la misma sala de cine. Y a mí, eso me parece fascinante, pues además significa que uno puede acceder a la gastronomía de casi cualquier cultura, y encontrar templos ortodoxos rusos en las ciudades, los cuales yo nunca había visto antes y sólo los imaginaba gracias al Tetris. 
Cuando estaba yo en la secundaria, el contacto más cercano que tenía a otra cultura, era una compañera cuyos abuelos eran chinos y le habían heredado el apellido y unos lindos ojos rasgados. Todos queríamos ser sus amigos por curiosidad y para robarnos un poco de su popularidad. Aquí los orientales son un artilugio común, y sucede que, uno mismo termina por olvidar que es extranjero.

4.- Respeto a la ecología: si bien, el respeto completo a la ecología se está volviendo una utopía en las civilizaciones actuales debido a las demandas de crecimiento social, en este país, al menos, se hace lo posible por reducir el shock ecológico (shame on you, México!) La gente siempre lleva sus bolsas de re-uso al súpermercado, y las áreas protegidas son realmente protegidas. A los niños -al menos en el suburbio- se les enseña a vivir en conjunto con la fauna forestal, la clasificación de basura es una tarea inherente, la gente replanta sus árboles de Navidad al llegar enero y en los parques hay dispensadores de bolsas desechables para que la gente recoja con ellas los desechos de sus perros.

5.- Confianza en el consumidor: educación y poder adquisitivo (que evita que las personas se vuelvan deshonestas para obtener lo que no pueden comprar), hacen de un consumidor un ente de confianza. 
Es triste, pero debido a la actitud mexicana de siempre querer chingarnos a los demás, en México jamás veremos una máquina de autocheck: ¡háyase visto! Un cliente cobrando su propia mercancía: jamás. Aquí la gente llega a la pantallita con su carro lleno de víveres y los pasa uno a uno frente al escáner y al final paga el monto total. Incluso, la máquina pregunta cuántas bolsas de plástico se usaron, para así, cobrar a cinco centavos la unidad. Me imagino el inventario de bolsas plásticas en México, si implementaran una tecnología así.
¿Otra prueba de la confianza que le tienen al consumidor? En los cines y en cualquier súper mercado o comercio, está permitido entrar con bolsas grandes y hasta con comida. Porque la gente es honrada y cuidadosa. En México a uno no le permiten entrar a una tienda de ropa, con una bolsa de palomitas en la mano porque eso significaría un montón de ropa manchada de mantequilla. Aquí, la gente es un poquito más sensata. Y eso se traduce en que todos viven más relajadamente. 

Y la lista continúa...