Hoy que manejaba de vuelta a casa, vi que los árboles comienzan ya a tornarse rojos. Comienza a hacer frío por las mañanas y los árboles resienten el cambio de temperatura. Recordé que el año pasado, el otoño me sorprendió con su montón de colores. Jamás había visto tantos tonos de rosa, rojo, anaranjado y dorado como los que matizaron los árboles durante octubre y noviembre. Me entristeció recordarme que será el último otoño multicromático que viva, pues en México las estaciones no resultan ser tan coloridas como aquí.
El tiempo, -lamento la poca originalidad de la frase- se ha ido volando. Hace tres meses que volví de México y ya sólo me faltan ocho para regresar de manera definitiva, por lo que he entrado en una etapa de terror absoluto. Hace unos días se aprobó en mi país una reforma a la Ley Federal del Trabajo, debido a la cual, mi terror -y el de mis compatriotas- no es infundado. Ahora despedir a un empleado será más fácil, menos costoso para las empresas, y los trabajos de planta se habrán casi extinguido, además de que las prestaciones laborales por ley se volverán sólo un buen recuerdo, y deberé enfrentarme a ello cuando esta vida que tomé prestada se termine, lo que me tiene francamente aterrada.
El terror se acrecenta cuando mis excompañeras au pairs que ya están de vuelta en México me cuentan lo mucho que extrañan la vida al american style. Y es que, aunque sigo extrañando muchas cosas de mi país, soy consciente de que aquí se vive bien y sabroso. Una vez de vuelta, no volveré a viajar con la misma libertad con la que lo hago aquí: seleccionar un destino y hacer los arreglos necesarios para llegar hasta ahí. No andaré por la calle con mi iPhone en la mano mandando un mensaje despreocupadamente, porque en mi país se expone uno a que le arrebaten el celular y la mano. No haré más shopping online: jamás le confiaría a SePoMex un paquete. No compraré miles de cosas deliciosas por impulso sólo porque mi tarjeta de débito parece tener fondos infinitos (89 centavos que cuesta una donut de DD hace sentir millonaria a cualquiera con 500 dólares en su tarjeta). No volveré a vivir de una forma tan individual como lo hago aquí, porque estaré rodeada de gente que me importa, y a la que sin duda tendré que ofrecerle una rebanada de mi pizza, aunque no quiera. Y sobretodo: nadie me pagará nueve mil pesos por calentar sopa Maruchán, que es básicamente a lo que mis labores se han reducido ahora que ya sólo cuido del menor de los Johnson (yeap, I'm a lucky girl).
Uno siempre va a quejarse. Siempre va a extrañar el país olvidado y a los que en él dejamos. Tardamos un tiempo, además, en aceptar que aquí la estamos pasando muy bien. Lo sentimos como traición a la patria, quizá. Pero cuando echamos un vistazo a nuestro ropero, lleno de esa ropa que en nuestro país habría resultado incosteable, cuando nos observamos a nosotras mismas mientras manejamos 'nuestro' coche cantando felices, cuando vemos nuestro álbum lleno de fotos de chicas sonrientes -y una de esas chicas somos nosotras- tomando un café, haciendo un picnic o viajando de mochilazo en lugares inesperados, cuando nos encontramos con gente que sonríe en la calle, cuando probamos una langosta y deseamos tatuar su sabor en nuestras papilas porque sabemos que no la volveremos a comer más y cuando encontramos que el área de helados en el súper es kilométrica, experimentamos amnesia patriótica.
El tiempo, -lamento la poca originalidad de la frase- se ha ido volando. Hace tres meses que volví de México y ya sólo me faltan ocho para regresar de manera definitiva, por lo que he entrado en una etapa de terror absoluto. Hace unos días se aprobó en mi país una reforma a la Ley Federal del Trabajo, debido a la cual, mi terror -y el de mis compatriotas- no es infundado. Ahora despedir a un empleado será más fácil, menos costoso para las empresas, y los trabajos de planta se habrán casi extinguido, además de que las prestaciones laborales por ley se volverán sólo un buen recuerdo, y deberé enfrentarme a ello cuando esta vida que tomé prestada se termine, lo que me tiene francamente aterrada.
El terror se acrecenta cuando mis excompañeras au pairs que ya están de vuelta en México me cuentan lo mucho que extrañan la vida al american style. Y es que, aunque sigo extrañando muchas cosas de mi país, soy consciente de que aquí se vive bien y sabroso. Una vez de vuelta, no volveré a viajar con la misma libertad con la que lo hago aquí: seleccionar un destino y hacer los arreglos necesarios para llegar hasta ahí. No andaré por la calle con mi iPhone en la mano mandando un mensaje despreocupadamente, porque en mi país se expone uno a que le arrebaten el celular y la mano. No haré más shopping online: jamás le confiaría a SePoMex un paquete. No compraré miles de cosas deliciosas por impulso sólo porque mi tarjeta de débito parece tener fondos infinitos (89 centavos que cuesta una donut de DD hace sentir millonaria a cualquiera con 500 dólares en su tarjeta). No volveré a vivir de una forma tan individual como lo hago aquí, porque estaré rodeada de gente que me importa, y a la que sin duda tendré que ofrecerle una rebanada de mi pizza, aunque no quiera. Y sobretodo: nadie me pagará nueve mil pesos por calentar sopa Maruchán, que es básicamente a lo que mis labores se han reducido ahora que ya sólo cuido del menor de los Johnson (yeap, I'm a lucky girl).
Uno siempre va a quejarse. Siempre va a extrañar el país olvidado y a los que en él dejamos. Tardamos un tiempo, además, en aceptar que aquí la estamos pasando muy bien. Lo sentimos como traición a la patria, quizá. Pero cuando echamos un vistazo a nuestro ropero, lleno de esa ropa que en nuestro país habría resultado incosteable, cuando nos observamos a nosotras mismas mientras manejamos 'nuestro' coche cantando felices, cuando vemos nuestro álbum lleno de fotos de chicas sonrientes -y una de esas chicas somos nosotras- tomando un café, haciendo un picnic o viajando de mochilazo en lugares inesperados, cuando nos encontramos con gente que sonríe en la calle, cuando probamos una langosta y deseamos tatuar su sabor en nuestras papilas porque sabemos que no la volveremos a comer más y cuando encontramos que el área de helados en el súper es kilométrica, experimentamos amnesia patriótica.
Favorecida, además, porque los otoños en México no son tan bonitos.