miércoles, 29 de agosto de 2012

Gratitud.

Cuando hice mi tesis, disfruté mucho escribiendo los agradecimientos. Primero, porque me encanta la melochería y, evidentemente, soy una exhibicionista, y en segundo lugar, porque siempre he apreciado el valor de la gratitud y creo importante hacerle saber a alguien de cuánta utilidad nos resultó su aportación en cualquiera que haya sido la travesía recorrida.

Lo anterior está establecido en mi no publicado Manual para la Vida, volúmenes III y IV, en su versículo 3:19, que dice que a todo logro le corresponde un agradecimiento, y hoy que cumplo un año en el exilio (y ya por eso me siento como preparatoriana enfundada en vestido de graduación con lentejuela) me es imposible no mirar hacia atrás y reconocer la ayuda recibida durante esta experiencia, que representa un gran mérito para la que esto escribe.

Y es que cuando te encuentras dando vueltas como orate mientras desperdicias gasolina en el desolado estacionamiento de una fábrica, porque tu GPS insiste en que has llegado a tu destino (cuando tú querías llegar a un Ruby Tuesday para comer con tus amigas), agradeces con verdadera sinceridad al alma piadosa que llega en su vehículo motorizado a sacarte de tu errática ubicación y a mostrarte el camino verdadero, sin reprocharte absolutamente nada. Entiendes, además, cuan distinta y difícil estaría siendo tu experiencia si no tuvieses a esas personas rodeándote.

Así bien, querido auditorio, si detestan la miel, es momento de abandonar este blog (¡pero sólo por esta ocasión!), pues hoy, que celebro haber completado victoriosamente mi primer año de au pair, quiero externar gracias genuinas e infinitas a la gente que lo hizo posible, porque aquí o allá, siempre se necesita algo de soporte.

Por ello, quiero agradecer a mi familia -la inmediata y la extendida- por confiar en mí y en el proceso, aun cuando todos teníamos tantas dudas. En especial, gracias a mi mamá por siempre tener una oreja disponible para pegar al auricular y decirme cómo solucionar el problema de un volante bloqueado, desmanchar recipientes plásticos que se han teñido con el rojo del chile guajillo, enviarme tantas recetas como le he pedido (lo cual ha logrado que ahora sea una exitosa chilaquilesmaker), o compartirme secretos maternos como que acariciar las sienes de un niño es la manera más fácil de hacerlo dormir.

Gracias, por supuesto, a mi novio, que es el novio de ensueño. Porque no sólo me acompañó durante todo el trámite, sino que una vez que llegué aquí, no ha dejado de resguardarme a cada momento. Él es esa persona por la que espero cada noche, es quien pone en orden mi cabeza después de un día agotador o frustrante y quien lejos de pedirme que vuelva, me ayuda a recordar porqué estoy aquí.

A Pepina, no sólo por rescatarme cuando mi GPS tiene síndrome premestrual, sino por ser mi contacto emocional más inmediato. Porque definitivamente enloquecería si no tuviese a una persona con quien ser yo: reírme sin preocupación, comer cuanto quiero, hablar mi idioma, compartir frustraciones y deseos infanticidas reprimidos, y disfrutar sentarme en una banca a comer helado. Gracias por recordarme la importancia de la cooperación y la solidaridad.

A mi grupo de amigas, las que fueron y las que siguen siendo, desde Luciérnaga que me enseñó cómo rebasar en carretera, hasta la adorable suiza del buen humor interminable, gracias porque me han ayudado a complementar las metas que tenía previstas para esta experiencia. No sólo porque ahora manejo mejor y tengo más vocabulario inglés (¡y hasta tres palabras en alemán!), sino porque el hecho de saber que pertenezco a un círculo donde soy apreciada, hace que mi estadía sea mucho más armónica y feliz.

Y en general, a toda la gente que me ayudó desde el momento en que decidí contactar a la representante de Cultural Care en mi país hasta el día de hoy, en que más de un centenar de veces he necesitado una segunda opinión, auxilio vial, soporte en gastronomía, apoyo moral o empujón anímico:

Muchas 
g r a c i a s

domingo, 12 de agosto de 2012

Desconsideración.

Bien pronto me di cuenta de que a mis hostipatrones les importo yo muy poco. Y no es que esperara que les preocupase la salud de mi perro, o que les interesara saber si me divertí el fin de semana, pero sí esperaba que la actitud integradora que tuvieron los primeros cinco días posteriores a mi llegada les durara un poco más que eso.

Tenía yo como dos semanas de haber llegado, cuando noté que una vez que mi comida entrara al refrigerador, pasaba a ser propiedad de la comunidad y que no les importaría demasiado desecharla si lo consideraban pertinente. Lo más reciente: preparé un adobo al pastor (adobo mexicano hecho con chile guajillo y jugo de piña, principalmente) que me costó un dineral porque aquí los chiles y las especias son carísimos, y lo guardé en el congelador para dosificarlo por varios días. Esos 'varios días' no fueron ni un par porque hostmadre lo desechó. "¿Lo querías? Pensé que ya se te había olvidado. Y es que necesitaba el tupperware." Entendí que tratándose de mí, nunca se detendrían a pensar en que cualquier cosa almacenada en el refrigerador, sobretodo algo preparado y no comprado, tiene una razón para estar ahí, que quien lo haya preparado invirtió tiempo y dinero en hacerlo, y que si está congelado es porque se pretende conservarlo para consumirse después.

A eso le siguieron las desconsideraciones que ya he mencionado otras veces, como abandonarme un fin de semana nevado, o bien, irse de vacaciones sin preguntarme si tenía dinero para comprar comida y sobrevivir en su ausencia.

Otras desconsideraciones, no obstante, me han parecido más delicadas. Como por ejemplo, olvidarse de llamarme a bajar al sótano durante una emergencia cuasi ciclónica. Resulta que una noche cayó una tormenta espantosa. El cielo se veía de un rosado que jamás había visto a las tres de la mañana, las ventanas vibraban y la casa retumbaba con cada destello. Días después, en una plática casual con los hostabuelos, mi patrón comentó que estuvo tan terrible la tormenta que desconectaron el suministro de energía eléctrica y se resguardaron en el sótano toda la noche porque temían que los cristales de las ventanas pudiesen romperse sobre ellos. Bravo. Salvo que mis ventanas estén blindadas, eso, queridos yankees, fue una gran culerada.

Con ese evento, mi situación se esclareció. No necesité más para entender -aunque un poco tarde- que si no les importa algo tan básico como mi seguridad, mucho menos ha de preocuparles que me aburra un fin de semana, que coma algo que me guste o que tenga oportunidad de ir al súper a comprar toallas sanitarias.

Por eso, ya no me sorprendió -aunque no dejó de indignarme- que nunca tuvieran el tiempo suficiente para ayudarme con el trámite de la licencia de conducir. Les pedí ayuda poco después de haber aceptado extender, es decir, hace tres meses después de darme cuenta que me sería imposible hacerlo yo sola. Se los dije por semanas y jamás les vi interés. Ahora, a quince días de que expire mi licencia internacional, se sorprenden porque no sabían que tenía fecha de vencimiento, y les preocupa un poco que la fecha más próxima para examen de manejo sea en octubre; pero no demasiado, porque durante mi extensión ya no necesitan que lleve a su hijo al kínder.

domingo, 5 de agosto de 2012

Expectativas.

Ayer hablé vía videollamada con mi primo adolescente. Al encuentro cibernético se sumaron mis sobrinos y mi tío. Él, un poco más interesado en sólo saber qué hice de mi fin de semana y de ver en tiempo real mis crecidos cachetes, me pidió que le diese un recorrido por la casa para conocerla.

A razón de la agonizante batería de mi laptop, no pude despegarme de la corriente eléctrica y sólo le mostré una vista de 360 grados de mi habitación: mi cama, escritorio lleno de useless stuff, mi tocador repleto de menjurjes de belleza, mi televisión de veinticinco pulgadas y la puertita miniatura de madera que conduce a nowhereland. Después del brevísimo tour, mi tío preguntó: "¿Y dónde está la tele de plasma y el XBOX?"

Crap.

Olvidé que del año de au pairismo, no sólo nosotras tenemos expectativas, sino también nuestra familia. Le expliqué a mi tío que vivo muy modestamente con una familia de clase media-baja, que la casa es pequeña y que no fui provista de ningún lujo ni comodidad exuberante. "Uy, pues qué mal" fue su sentencia final, ya que él, como toda mi familia, esperaba que alejarme más de tres mil kilómetros de casa fuese para mejorar, entendido esto último como acomodarme con una familia que me proveyera de las comodidades que no he tenido en mi vida y que se supone, una familia gringa promedio, puede costear.

Esto último, aunado al hecho de que cuando viajé a México hace casi dos meses, mis hermanos y amigos me bombardearon con preguntas como: "¿Ya fuiste a Disneyworld?, ¿ya hablas inglés?, ¿estás estudiando alguna maestría?", me hizo caer en la cuenta de que no sólo me encuentro bajo la presión de lograr mis propias metas, sino también las de quienes me rodean.

Y es que, aunque la salida fácil siempre es pensar en uno mismo y en lo que uno desea, no se pueden ignorar las esperanzas que los demás depositaron en nosotros cuando salimos de nuestra casa buscando nuestro año de crecimiento personal (salvo el caso, claro, de aquellas chicas que dejan bien claro que vienen a pasear). Sin embargo, es útil. A pesar de que aquí todo resulta ser más difícil que como lo habíamos pensado durante nuestro proceso, pues las escuelas son carísimas -una maestría es inalcanzable par una au pair que no reciba dinero extra-, los viajes a tierras lejanas no son tan fáciles de realizar debido a costos y horarios,  y el inglés resulta no ser un sticker autoadherible cuando uno se la pasa hablando español con toda compatriota, sirve de mucha ayuda recordar que en nuestra casa hay alguien esperando que aprovechemos tanto como se pueda, un año irrepetible en nuestra vida. De modo que, aunque no podamos costearnos una maestría como quisieran nuestras mamás, no podamos recorrer el país de esquina a esquina, como esperarían nuestros amigos aventureros, ni podamos elegir a la familia mejor acomodada que nos garantice viajes mensuales a destinos inauditos, sí podemos ajustar las expectativas de los demás a las metas propias.

Sé, pues, que no puedo fallarme a mí misma y, por ello mismo decidí extender cuando hice una evaluación de mis goals and achievements casi por terminar mi año, pero ahora, para mantenerme más firme en mi segunda vuelta, me sirve de mucho recordarme que tampoco puedo fallarles a ellos.

...Y que regresaré cuando esté lista para decirles: "ya'stuvo, lo logré."