lunes, 20 de febrero de 2012

Desvaríos personales sobre la extensión


Llegué a Estados Unidos con la firme convicción de permanecer en el exilio voluntario sólo por un año. De camino a la que sería mi hostcasa por los siguientes doce meses, escuché a un par de chicas hablando de sus planes y los esfuerzos que harían por extender su estadía, sin que yo pudiera externar una opinión similar. Un año se veía infinito. El mismo año 2012 parecía inalcanzable desde ese agosto de 2011 en que yo llegué a este país.

Al mes, mi familiahostie me preguntó si me gustaría extender, y muy amablemente les dije que no. Para ese entonces, un año -o los once meses restantes- parecía muchísimo tiempo y yo sentía que sería suficiente para todo lo que planeaba. Veía el septiembre de 2012 como un momento glorioso de mi vida que me devolvería la vida que dejé en pausa y a la cual deseaba reincorporarme sin postergación.

No obstante, una vez que los meses empezaron a correr con mayor soltura, lógicamente ese septiembre dejó de parecerme demasiado lejano. No puedo decir que el tiempo "ha volado", o que "ni lo he sentido", como generalmente se le dice a una quinceañera el día de su fiesta ("¡pero si parece que fue ayer...!"), sin embargo el tiempo sí me ha parecido corto, de modo que hoy, a unos días de cumplir el cincuenta por ciento de mi planificada estadía en el extranjero, siento que no he logrado lo suficiente y que el tiempo restante no me alcanzará tampoco.

Hace un par de días, mi hostmom me preguntó nuevamente si me gustaría permanecer con ellos seis meses más, haciendo alarde de que soy la última au pair de la familia y que si no me quedo yo, enviarán a la pequeña Dorotea  a un daycare. La respuesta, aunque no concluyente, no fue la misma que la pronunciada hace cinco meses.

Estoy consciente de que cuidar niños seis meses más (porque no extendería más que eso), representa una afronta mi paciencia y templanza, ya que estoy hastiada de galletas que vuelan en el aire, rabietas insufribles y times out que sólo sirven para reforzar mi idea de que las nalgadas son las efectivas. Sin embargo, en contrapeso, aparece la gran pregunta: ¿cuándo voy a tener otra oportunidad como ésta?

Y me contesto que nunca. Si bien no soy la más feliz aquí (ya saben: comida, gordura -sí, un kilito por mes-, aislamiento y aburrimiento frecuentes, tensión constante y paranoia, además de la sensación de ser un huésped que no debe dar molestias y de las malcriadeces ya citadas), en realidad no vivo sufriendo pues disfruto muchas cosas que sé que extrañaré cuando vuelva a mi país  y a mi vida.

Por otra parte: las metas. No quisiera regresar a mi país sin haber completado las metas que me planteé al inscribirme en el programa. Éstas son:
a) Mejorar mi inglés. Enfocado al campo laboral, más que a la habilidad de ver mil películas  en inglés con los ojos cerrados.
b) Estudiar. Cualquier cosa que pueda mencionarse en un currículum.
c) Viajar. Que no estaba incluido en el plan pre-partida, pero cuando llegué aquí me di cuenta de que no quería pasar un año sin asomar las narices.

¿Y qué he logrado?

¡Na-da!

Mi inglés no ha mejorado significativamente, por lo que estoy tomando un curso de inglés intensivo en el college, en lugar de aprovechar alguno de manejo de recursos humanoscomo quería; mientras que en lo que respecta a viajar, debo decir que hasta este momento he pisado sólo DC, NYC, Baltimore y Atlantic City: no demasiado.

Sin lugar a dudas, la extensión me daría la posibilidad de mejorar el idioma, estudiar lo que quiero y viajar un poco más al finalizar mis deudas (cuyo plan de pago concluye al mismo tiempo que mi año de au pair).

La cuestión es que no se puede ganar sin perder, y la extensión me priva de otros beneficios que no quiero sacrificar. Y es que todo se resolvería si mi báscula mental funcionara adecuadamente (ya saben: poner en una balanza), pero creo que está descalibrada de por vida y nunca me ayuda a sopesar proporcionadamente las opciones de una decisión.

Como sea, todavía me queda un mes o mes y medio más para decidirme, y darle mil vueltas más a las ventajas y desventajas de mantenerme en el exilio. Y sí, se habrán de enterar detalladamente.

sábado, 11 de febrero de 2012

Consumismo

Cuando llegué aquí, si bien no esperaba ahorrar cada centavo de mi sueldo, sí planeaba reducir mis gastos personales y evitar entregarme a las banalidades de las compras huecas e impulsivas. Pues bien, dicho propósito fracasó en cuanto visité la primera grocery store a la que tuve acceso.

Dije y repito: acá las cosas son más caras si hace el comparativo con la divisa nacional (al menos la mexicana). Por ejemplo, el servicio de metro en la Ciudad de México cuesta tres pesos, que equivaldrían  como a veintitrés centavos de dólar, y sin embargo, acá cuesta alrededor de un dólar y medio cada viaje. No obstante,  a pesar de que algunos productos y servicios son más costosos en dólares, una amplísima gama de productos de fabricación nacional está disponible por un precio mucho menor del que se pagaría por ellos en nuestros países de origen al evitarse los costos de importación.
Así que gradualmente, uno termina por adherirse a las benevolentes pautas de consumo de este país, cuando nos acostumos a la disponibilidad de productos, la variedad de marcas y la accesibilidad de los precios.

Yo como foránea terminé por acostumbrarme -sin ningún sacrificio, evidentemente- a que el jarabe Hershey's sea el ingrediente principal para preparar una malteada en lugar de hacerla con chocolate en polvo del Batichoco, cuyo sabor no es tan bueno, así como también a comer  M&M's en lugar de las lunetas económicas que solía comprar para el antojo durante mis tardes como empleada de mostrador, y en general, a sustituir cualquier versión económica Made in China por las originales gringas, que suelen tener un costo mucho mayor en nuestros países. 

Por otra parte, el consumismo no sólo incluye acostumbrarse a lo bueno, sino también restringirse menos y ahorrar nada.
Un día mientras me bañaba, noté que mi botella de champú estaba por terminarse. Usé lo que quedaba y deseché la botella para sustituirla con una nueva que por supuesto ya tenía esperándome en la gaveta. Esto no sería síntoma de consumismo, de no ser porque en mi casa cuando una botella de champú agoniza, solemos invertirla y dejarla un rato en esa posición, para hacer descender el resto del champú y así no desperdiciar nada. Igual la cátsup, la leche condensada y la miel para los hotcakes.

¿Aquí? Jamás. Si la crema de cacahuate se termina no hay necesidad de raspar con un cuchillo hasta sacar el último gramo adherido a las paredes del frasco como si fuese el último en el mundo. Simplemente se sustituye. Ése es el más puro american life style.

De igual modo, el consumismo gringo me ha alcanzado de otras formas: la comida rápida es una de ellas. Con el pretexto de que regresaré a casarme y a comprometerme con las faenas domésticas, pienso que 'tengo derecho' a consentirme un poco antes de entregar el resto de mi vida a la loable labor de cocinar para alguien más, lo que da por resultado, un consumo constante de comida hecha. Esto era impensable para la clasemediera Vainilla de hace seis meses que vivía en su país tratando de estirar cada centavo para pagar las cuentas y comprarse un pantalón de mezcllilla cada tanto.

Otras formas ridículas de consumismo de las que ahora soy víctima, son por ejemplo, comprar dos prendas iguales para no tener que lavar una en cuanto se ensucie; comprar por internet sólo porque mientras navegaba en Yahoo! Respuestas  preguntando cómo mover cosas con la mente, quién inventó los supositorios o cómo silenciar a un niño sin usar la técnica de la manzana en la boca, apareció una ventanita en mi pantalla promocionando unos Converse a 29.90 free shipping; o peor aún: comprar algo en una tienda de ropa cuyas prendas no me convencían del todo, sólo porque me costó mucho trabajo encontrar un espacio en el estacionamiento y más trabajo aún, estacionarme, así que debía hacer valer el esfuerzo (eso me pasó este viernes).


Y no es que tuviera que esperar a venir aquí para descubrir que comprar me hace feliz, sino que fue hasta que estuve aquí, que pude hacerlo libremente, porque a fin de cuentas, si un día se me ocurre gastar todo mi sueldo en Great American Cookies o en Delias.com, casa y comida están garantizadas.

Así que, para las que disfrutamos la ropa regular (no de diseñador ni fancy stuff) y la comida chatarra, el sueldo de au pair nos ajusta muy bien: nos permite obedecer el impulso de llenar el carrito del súper sin preocupación.