jueves, 13 de diciembre de 2012

¿Vale la pena ser au pair?

No me había enfrentado a esa cuestión en todo este tiempo. O más bien, nunca había tenido que contestarla negativamente, porque siempre me pareció que a pesar de todo, la experiencia au pair valía la pena. Vale la pena soportar berrinches, añoranzas, reglas de tránsito extrañas, hambruna, dormir a horas ridículas, pedir permiso para todo y volverse incapaz de planear su propia vida, porque a cambio uno obtiene el reconfortante beneficio de vivir en el extranjero, experimentando lo que no viviría en el país de nacimiento.

Eso me había quedado claro a mí hasta hace dos semanas. Aunque mucho me he quejado, siempre he concluido que valía la pena todo lo añorado y los momentos perdidos (fiestas, reuniones, navidades, ocasiones ordinarias de las que uno participa sólo a través de féisbuc mientras los demás siguen con su vida) a cambio de lo que uno aprende y vive cuando se viene de au pair, pues para mí ha sido la mejor escuela de manejo, de cocina y de supervivencia que he tenido.

Sin embargo, hace apenas dos domingos mi convencimiento se cimbró y algo parecido al arrepentimiento me tuvo cautiva un par de días. Mi novio, mi adoradísimo novio (seis años de relación, propuesta matrimonial de sobrecama con anillo incluido, planes de boda y asignación definitiva de nuestra nueva morada a mi regreso) me confesó que tenía ya dos meses viviendo con una mujer. Una mujer a quien ahora todos conocen como su novia, incluidos sus papás.

No tiene caso hablar de cómo se me derrumbó el mundo ni de cómo he padecido un calvario pensando qué haré de mi vida cuando vuelva, ni del infierno que resulta para mí recordar cada noche que mientras yo duermo sola en esta cama, sus brazos abrigan una espalda que no es la mía. No. Lo que intento externar y poner bajo la lupa es si realmente consideramos los riesgos que una experiencia así puede tener para nosotras, y si alguna vez nos cuestionamos si vale la pena tomarlos.

Como he dicho antes, mi novio -ahora exnovio, pero para fines terapéuticos lo seguiremos llamado novio en esta entrada- me brindó todo su apoyo para que yo tuviera esta experiencia. Me contactó con amistades para obtener la experiencia calificada, me acompañó a la Ciudad de México para tramitar la visa, me enseñó a nadar (yep... shame on me), y me ofreció toda la seguridad que tuvo a su alcance para que yo hiciera esto que él consideraba una oportunidad única. Estuvo conmigo desde el momento en que se me ocurrió la idea, pasando por el martirizante matching process (se emocionó conmigo cuando llegó la primer familia y se desesperó a mi lado al intentar hacer la cita en la embajada), y permaneció a mi lado cada noche mientras yo le resumía un día de berrinches, siestas, niños vomitones y paranoia por un rematch que nunca llegó. No tengo queja alguna y no puedo culparlo por lo que sucedió.

¿Mi gran error? Jamás considerar que eso podría pasarnos. Confiar desmesuradamente en mi relación, por la fortaleza que había demostrado tener. Pensar que lo nuestro estaba en un nivel superior al de los celos ordinarios y la necesidad de tocar al otro todo el tiempo. Todo mundo me preguntaba si mi novio se había molestado con mi decisión de extender y yo siempre respondía: "¡En lo absoluto! Él me apoya porque dice que es una oportunidad que no tendré otra vez", y ésa era la postura que él tenía. Y yo jamás pensé que podríamos terminar. Nunca. 

Temí que pudieran morirse las personas más viejas que conozco: el tendero de la esquina y la vecina que reza el rosario en su cochera cuyo pelo es blanco desde que yo era una niña. Supe que podía perder contacto con algunas personas o que algunas relaciones se enfriarían. Estuve consciente del inexplicable hueco que habría en mi currículum vitae de 2011 a 2013. Pero jamás pensé que podía terminar con mi novio. Teníamos una relación tan madura que nos había costado tanto cimentar; habíamos pasado ya por tanto, nos habíamos demostrado amarnos como no lo habíamos hecho antes, nos comunicábamos de una forma tan íntima, tan abierta, que a veces ni necesitaba palabras, nos habíamos dicho más de una vez que finalmente habíamos encontrado a la persona en la que queríamos habitar el resto de nuestras vidas, que jamás pensé que catorce meses y una vecina en falda podrían terminar con todo. Cuando escuchaba o leía historias au pair de chicas que terminaban con sus novios en el transcurso de su año yo decía: "eso no nos va a pasar a nosotros." Cuando me reencontré con mi novio en el aeropuerto y sentí en un abrazo ese cúmulo de amor, de deseo, de felicidad contenida por meses liberada en dos segundos, me aseguré a mí misma que 'eso' no me iba a pasar a mí. No a nosotros. Porque mi novio no es un niño, porque lo nuestro sí es amor del bueno, porque mi novio me ama lo suficiente para dejarme crecer, porque yo confío en él ciegamente, porque él me ha dicho que sabe esperar porque la recompensa final es tenerme para siempre, blablablá...

Y entonces, ese domingo después de terminar la última llamada telefónica que nos haríamos, con las mejillas aún saladas, me pregunté si lo vivido aquí me había valido la pena por lo que estaba perdiendo. Y hoy aún intento encontrar la respuesta. Muchas cosas aquí parecen ya no tener sentido. Gran parte de lo que yo hacía aquí lo hacía por los dos: aprender inglés y tomar una certificación en el extranjero para tener un buen empleo en México y que los dos viviéramos mejor. Cocinar tanto como pudiese para habituarme a la tarea y ser una mejor esposa. Y ahora... bueno, ya no me siento tan motivada para soportar berrinches los seis meses que me quedan ni siento que ir a Disneyworld sea tan fantástico.

Yo no creo en las medias naranjas ni en que todo ocurre como obra de un plan divino que siempre trae mejores cosas cada vez. No. Yo creo en las pérdidas. Yo creo en las consecuencias de nuestras acciones. Y creo que cuando un hombre dice que "finalmente el tiempo y la distancia sí hacen mella" en lo que siente por su pareja, es porque no importa cuan fuerte, madura o estable sea su relación, SIEMPRE existe el riesgo de que un año en la lejanía lo eche todo a perder.

El consejo-moraleja-desvarío no es, desde luego, que como me pasó a mí, se preparen para ver cómo sus novios las engañan cuando dejen su país o que se hagan a la idea de nunca volver a ver al novio del que se despidieron llorando en el aeropuerto.

Mi consejo es que trabajen muchísimo en sus relaciones cuando estén acá: no las dejen rezagadas. Escriban diario a sus novios/novias (sí, es en serio: diario). Háganles sentir que los incluyen en sus días. No se olviden de agradecerles por su apoyo. Aunque tengan muchísimos problemas con su hostfamilia o su vida gringa en general, no se olviden de preguntarle a su novio por los suyos. Escuchen. Escuchen mucho. Confíen pero no se olviden de la falibilidad de las relaciones, y menos aún, de las relaciones a distancia.

Y también: piensen muy bien antes de extender. La decisión debe considerar más factores que los que toma en cuenta una chica sin compromisos. Ahora veo más claro que un año es suficiente. Valoren qué obtendrán con la extensión y qué ponen en riesgo. Curiosamente, mi novio comenzó a vivir con su vecina cuando yo cumplí un año y un mes aquí, y me faltaban ocho para volver. La extensión puede ser emocionante para nosotras, pero definitivamente no para ellos. Ellos estarán contentos de compartir con nosotros esta experiencia, pero quizá no de alargarla innecesariamente. 

Y sobretodo: don't take it for granted. No sabemos si a nuestro regreso vamos a encontrar a las mismas personas que dejamos, pero específicamente, no podemos asegurarnos que nuestras parejas van a estar ahí para nosotras. Todo puede pasar. Y entonces hay que sopesar si vale la pena.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

¿Importa vivir con una familia adinerada?

En general cualquier familia que pueda costear los gastos que genera tener una au pair, pertenece a la clase media-alta o alta, pues las cuotas del programa y la manutención de un adulto extra en casa no son gastos que una familia con dificultades económicas pueda absorber. Sin embargo, eso no significa que toda familia anfitriona viva holgadamente. Es decir, así como no todos en México usamos sombrero ni todos en África bailan alrededor de una escultura de madera, no todos en Estados Unidos son unos despilfarradores y viven carefree about money.

Y bueno, eso no parece ser un problema para uno que no viene a gozarla, pues toda au pair llega aquí montada en su navecita de fantasía que clama al mundo: "voy a aprender, a conocer, a subsistir por mis propios medios: no me importa que mi hostfamilia no tenga mayordomo", actitud que, si bien es útil cuando hay que hacerle frente al alza en el costo de la gasolina y cuando en la alacena encontramos puros corn flakes y jamás uno de esos cereales sabrosos que tienen arándanos y frutas secas -y carísimas-, de poco sirve cuando las limitaciones económicas de la familia comienzan a permear en el bolsillo así como en el confort básico de la au pair. Es decir, cuando uno se topa con otras au pairs que manejan convertibles, usan equipos telefónicos costosos y sofisticados, viajan con la familia a lugares remotos o tienen tinas de hidromasaje en su baño privado, nos asombramos y reconocemos la suerte que la au pair en cuestión tuvo al ser elegida por su familia y aspiramos a tomar un paseo un día en su descapotable, pero no olvidamos que lo verdaderamente importante es vivir con una familia armónica que se apegue a las reglas del programa y sirve recordarse a sí mismo que uno no venía por la comodidad sino por la experiencia y prácticamente, la sobrevivencia.

Pero la situación es distinta cuando la familia escatima en los servicios más básicos o necesarios para la au pair. Y es que uno no viene a mendigar ¿cierto? Entonces lo esperable es que la familia cumpla con su deber de anfitriona, pero...
I happen to be hungry all the time in this house!

Cuando llegué a la casa, la hostmadre me dijo "Vainilla, we are cheap people" y para ese entonces no me importó porque yo vengo de una familia de clase media y sé muy bien lo que es economizar en gastos para hacer rendir el dinero y que ningún hijo se quede sin calcetines en invierno, así que me hice cargo de mis snacks, mi champú y la gasolina para mi uso personal, como esperaba, y no me sorprendió comer recalentados o ver que los niños heredan la ropa del hermano mayor inmediato, por ejemplo.

Sin embargo, cuando noté que las raciones de comida en esta familia eran ridículamente pequeñas, nacieron las primeras incomodidades, porque el hambre me transforma en otro ser humano: uno frustrado y malhumorado (y hambriento). Incomodidades que se intensificaron cuando eventualmente descubrí cómo funcionaba el plan de reducción de expensas de esta familia.
Por ejemplo, si la leche se termina en miércoles, no habrá un nuevo galón sino hasta el viernes que es día de paga y los hostpadres van al Safeway a hacer las compras con su cheque recién cobrado. Y no es que yo me muera sin comer cereal dos días, pero no es lo que uno esperaría de una familia que se compromete a darte alimentación por un año como parte del programa (además de que si no te dan suficiente comida a la hora del dinner, lo menos es que tengan leche para que puedas llenarte la tripa con el cereal que TÚ compraste ¿no?), mientras que en invierno, la familia prefiere echar algo de leña a la chimenea antes que encender la calefacción, a fin de ahorrar energía y reducir el recibo a fin de mes, lo que deriva en mi titiritar constante. Y como había mencionado antes: la gasolina siempre será motivo de queja para esta familia a la que le sentaría muy bien usar un coche con celdas solares o, en su defecto, una máquina de vapor, que quizá no pasaría la mitad del tiempo en el taller como lo hace este Hyundai y les ahorraría muchos suspiros de inconformidad.

Entonces, en mi experiencia, sí importa vivir con una familia que no tenga preocupaciones económicas. Porque aunque sea irrelevante que la familia no te reciba con un iPhone 5, sí lamentarás tener el estómago a medio llenar cada tarde, pensando en lo rico que estarías comiendo en tu mesa.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Huida.

Post chillón , personal y hueco.
Siéntase libre de abandonar la sala.

A veces miro mis fotografías y sólo veo a una mujer pasándola bien en una fiesta con personas que conoce y reconoce, pero con las que no ha establecido un verdadero lazo, y siento que he desperdiciado mi vida en relaciones frívolas y pasajeras. Generalmente esto me ocurre cada diciembre 31 o en vísperas de mi cumpleaños, pero ahora me pasa quizá porque me puse un pantalón morado o porque anduve chismeando en el blog de una excompañera de teatro.

Como antecedente, he de decir que en mi vida me he equivocado mucho. Muchísimo. Que siempre tendré celos de quienes sí se atrevieron a remar contracorriente para lograr lo que querían, mientras que yo, cobarde como soy, transité por el camino seguro. Pocas cosas me han apasionado en la vida y no tuve el coraje suficiente para luchar por ellas. He sido talentosa para las mismas pocas cosas y, guess what, las abandoné por indisciplina y miedo, y me inscribí en la universidad para estudiar una carrera que, según yo, me aseguraría bienestar económico. Ingenuidad completa. Dicen que la estupidez de la adolescencia sólo se cura con la edad y es cierto.

A veces aún me pregunto cómo habría sido mi vida de haber tomado mis maletas para irme a estudiar la universidad en una ciudad vecina. Si, a diferencia de mis relaciones universitarias reales, el hecho de compartir casa con alguien más me habría ayudado a solidificar nexos emocionales genuinos con otro ser humano o si mi incapacidad para fraternizar es genética y nunca habríamos sido más que roommates temporales que se agregarán al féisbuc diez años después de egresar para decirse "hey ¿qué onda?" y nunca más cruzar palabra otra vez.
Cuando estudiaba la carrera me sentía perdida: no me entusiasmaba ejercer, al contrario, me aterraba que otra persona le confiase su salud mental a mis perturbaciones, manías y prejuicios. Pocos maestros me tenían agrado y mis calificaciones eran apenas promedio. Tenía amigos, pero sabía que en cuanto pusiéramos un pie fuera de la universidad los perdería para siempre y así fue: ellos siguen siendo amigos, apadrinan sus bodas, se dan regalos navideños y visitan veraniegamente al más afortunado de todos que consiguió trabajo en una playa, pero yo ya nunca más fui necesaria. Sabía que ése no era mi lugar y aún no me perdono no haber sido lo suficientemente honesta conmigo para buscar el mío. Para ese entonces, mis papás se estaban separando y mi mamá estaba mudando de empleo a uno infinitamente menos remunerado. Este par de eventos se convirtieron en mi coartada para estancarme y terminar una carrera a la que siempre le temí y para la cual no tengo ninguna aptitud, lo que derivó en mi aislamiento social, pues no pertenezco más a aquéllos que ahora forman parte del círculo de psicólogos con consultorio y secretaria con tacones provenientes de un catálogo de Andrea. Y eso me lastima como una piedra en el zapato: no lo suficiente para no dejarme vivir, pero siempre está ahí como un dolorcito. Una pequeña punzada que duele intermitentemente cuando mi novio cuenta anécdotas de su vida de estudiante en Valenciana, o cuando veo una foto de los colegas psicólogos en las reuniones a las que yo dejé de asistir porque no tenía ninguna anécdota profesional sobre pacientes suicidas recuperados, para farolear al respecto. Un dolorcito que se siente como reproche, como vergüenza, como amargura. Prurito que parece decir: "eres una tonta."

De modo que, tenía la idea de que venirme de au pair me serviría para sentir que me atreví a hacer algo en mi vida. Algo parecido a estudiar lejos de casa, que a la vez, me sería de utilidad para justificar el hecho de hallarme en la soledad absoluta (¿quién podría juzgarme por no tener amigos si no los frecuenté en los últimos dos años?). No lo pensé, pero pronto descubrí, que ser au pair, para mí, estaba convirtiéndose en ese período de supervivencia universitaria que nunca experimenté y que siempre deseé. Me di cuenta, además, de que quería demostrarme que esta vez sí podría establecer una relación sólida, que moría de ganas por compartir una circunstancia en común con alguien más que nos ligara de manera irrebatible (¿y qué mejor que el hecho de estar lejos de casa debatiéndonos entre la añoranza por los tacos y el amor por el shopping gringo?), que quería exponerme ante las dificultades que supone sobrevivir en el extranjero cuando no se está de vacaciones, pero sobre todo, descubrí que el exilio me serviría para perdonarme a mí misma.

Y en ésas estamos.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Ocho mil cosas que amo de EUA (parte 1 de muchas).


1.- El poder adquisitivo: si bien la economía de este país se ha visto afectada principalmente desde el financial breakdown de 2008 y los gringos se quejan de que 'ya nada es como antes', sigue siendo una de las más fuertes del mundo, y eso se refleja en lo que sus habitantes podemos adquirir. Hasta los que ganamos 4.35 la hora. Aquí me he comprado muchas cosas que en México me habría llevado meses de ahorro y planeación. Por ejemplo, una cámara, boletos de avión, ropa de marca y próximamente una laptop (porque mi notebook ya está por perecer). Además de que, como ya he dicho muchas veces, aquí uno no se limita en lo absoluto. Cualquier cosa que se te antoje, está al alcance y uno deja de preocuparse por mirar el precio de los platillos cuando come en un restaurante; además de que ir al cine significa pagar refrescos de 5.75 sin remilgar demasiado. Lo único malo de todo esto es que ahora no sé cómo voy a transportar de vuelta a México tantos pares de zapatos.  

2.- Comercialización de los artículos más bizarros (¡y útiles!) del mundo: como consecuencia del poder adquisitivo, aquí se fabrican -o importan- miles de artículos que vuelven al ciudadano promedio en un flojonazo de primera, pero simultáneamente uno muy feliz. Aquí yo me he encontrado con cosas que me habrían facilitado la existencia de haberlas tenido en mi casa. Por ejemplo, una malla metálica con asa para cubrir las cazuelas y evitar que brinque el aceite al cocinar, cupcakes instantmaker (como una sandwichera, pero que hace cupcakes ¡o donas de muchos tamaños!) o miles de aplicaciones para manualidades con todas las formas y diseños que uno pueda desear (sé que mi mamá amaría Michael's). No digo que sean cosas que no se vendan en nuestros países, pero sí sé que no se comercializan con la misma cotidianidad -y accesible precio- que aquí, además de que, en caso de poderlos conseguir, es a través de telemarketing y en una gama muy limitada.

3.- Embudo cultural: al ser un país próspero con un nivel de vida óptimo, Estados Unidos ha sido el blanco migratorio para muchísimas culturas desde, al menos, el siglo pasado cuando la nación se recuperó de los efectos ocasionados por Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Lo que resulta en un país multicultural en cuyos vagones del metro es común escuchar cinco idiomas diferentes, o bien, que uno se encuentre con judíos, afroamericanos, latinos y gente que usa turbantes raros, en la misma sala de cine. Y a mí, eso me parece fascinante, pues además significa que uno puede acceder a la gastronomía de casi cualquier cultura, y encontrar templos ortodoxos rusos en las ciudades, los cuales yo nunca había visto antes y sólo los imaginaba gracias al Tetris. 
Cuando estaba yo en la secundaria, el contacto más cercano que tenía a otra cultura, era una compañera cuyos abuelos eran chinos y le habían heredado el apellido y unos lindos ojos rasgados. Todos queríamos ser sus amigos por curiosidad y para robarnos un poco de su popularidad. Aquí los orientales son un artilugio común, y sucede que, uno mismo termina por olvidar que es extranjero.

4.- Respeto a la ecología: si bien, el respeto completo a la ecología se está volviendo una utopía en las civilizaciones actuales debido a las demandas de crecimiento social, en este país, al menos, se hace lo posible por reducir el shock ecológico (shame on you, México!) La gente siempre lleva sus bolsas de re-uso al súpermercado, y las áreas protegidas son realmente protegidas. A los niños -al menos en el suburbio- se les enseña a vivir en conjunto con la fauna forestal, la clasificación de basura es una tarea inherente, la gente replanta sus árboles de Navidad al llegar enero y en los parques hay dispensadores de bolsas desechables para que la gente recoja con ellas los desechos de sus perros.

5.- Confianza en el consumidor: educación y poder adquisitivo (que evita que las personas se vuelvan deshonestas para obtener lo que no pueden comprar), hacen de un consumidor un ente de confianza. 
Es triste, pero debido a la actitud mexicana de siempre querer chingarnos a los demás, en México jamás veremos una máquina de autocheck: ¡háyase visto! Un cliente cobrando su propia mercancía: jamás. Aquí la gente llega a la pantallita con su carro lleno de víveres y los pasa uno a uno frente al escáner y al final paga el monto total. Incluso, la máquina pregunta cuántas bolsas de plástico se usaron, para así, cobrar a cinco centavos la unidad. Me imagino el inventario de bolsas plásticas en México, si implementaran una tecnología así.
¿Otra prueba de la confianza que le tienen al consumidor? En los cines y en cualquier súper mercado o comercio, está permitido entrar con bolsas grandes y hasta con comida. Porque la gente es honrada y cuidadosa. En México a uno no le permiten entrar a una tienda de ropa, con una bolsa de palomitas en la mano porque eso significaría un montón de ropa manchada de mantequilla. Aquí, la gente es un poquito más sensata. Y eso se traduce en que todos viven más relajadamente. 

Y la lista continúa...

jueves, 25 de octubre de 2012

¿Quiénes somos las au pairs?

Me da un poco de risa y algo de indignación cuando alguien se sorprende de que nosotras las au pairs también tengamos que pagar por el programa (¡y vaya que no pagamos cualquier suma!). Más de una vez me he topado con hostparents, abuelos o agregados que exclaman sorprendidos cuando se enteran de que nosotras no llegamos aquí 'de gratis', viajando for free gracias a la generosidad de nuestras hostfamilias, como si el único esfuerzo de nuestra parte fuese llenar un formulario para Cultural Care y darle submit.

Esta creencia, tristemente, no está aislada. Forma parte de la gran fantasía que ser au pair es para algunas personas: las de aquí, e incluso, las de allá. Para mucha gente, las au pairs somos chicas sin ocupación venidas de tierra extranjera que buscamos mejorar nuestra situación de vida recibiendo beneficios de una familia anfitriona sin esforzarnos demasiado. Nuestros amigos en casa piensan que estamos vacacionando y que cuando decimos "trabajo" al referirnos a nuestros hostniños lo hacemos con fines meramente ornamentales; mientras que los nativos de la tierra del tío Sam, piensan que venimos aquí casi en calidad de refugiadas y que estaremos felices todo el tiempo, por el simple hecho de pisar suelo norteamericano.

Es cierto que aquí se vive con mayor seguridad, el dinero nos preocupa menos y todas las casas tienen aire acondicionado (God bless América), pero no es verdad que se trate sólo de un paraíso para nosotras, pues la vida au pair está lejos -muy lejos- de ser el año sabático que nuestros amigos y anexos consideran que estamos teniendo, pues en realidad desempeñamos un trabajo y lidiamos con situaciones que se dificultan cuando no dominamos el idioma o no pertenecemos a este país (el MVA y su montón de empleados burócratas saben de qué hablo).
Además, no es que vengamos de una tribu africana situada en una montaña sin posibilidades de conocer un reproductor MP3. De mis hosthijos entiendo su curiosidad cuando me preguntan cómo sobrevivimos en el desierto, pues comprendo que son pequeños y quizá la única imagen que tienen de México es la del desierto de Samalayuca; pero cuando el estereotipo proviene de un adulto que intenta darme la bienvenida al primer mundo como si vivir en un país 'en vías de desarrollo' significase cazar con flechas, la sensación es distinta: me provoca un '¿en serio se puede llegar a viejo siendo tan ingenuo?'.

Encima, como decía, ser au pair no significa que hayas salido de la preparatoria y no sepas qué hacer con tu vida, y te parezca fascinante parasitear de una familia gringa. La mayoría somos profesionistas, andamos alrededor de nuestros veinticincos, hemos tenido trabajos serios y bien remunerados, hemos viajado, nos hemos valido por nuestros propios medios, tenemos más aspiraciones que sólo salir del país a hacer babysitting con niños rubios, y sobre todo, dejamos una vida que queremos recuperar después.

Y no se malentienda: no es que despotrique contra mi trabajo o contra el país que, hasta hoy, me ha acogido amablemente y por el que guardo sincera gratitud. Es el hecho de que existan tantos prejuicios en torno a nuestros países -especialmente los latinoamericanos- y al trabajo que nosotras las au pairs desempeñamos lo que me irrita.

Por ello, he de decirlo una vez más: las au pairs estamos en la búsqueda de una experiencia nueva -whatever it means for every one- y queremos probar tanto como sea posible, pero, para tranquilidad de las familias, eso no significa que no sepamos cómo usar una aspiradora. Además, no somos prófugas de la justicia y al igual que ellos, nosotras también somos clientes de Cultural Care.

lunes, 15 de octubre de 2012

'Room' y no 'space'.

Yo vine a Estados Unidos para volverme bilingüe. Hoy, a trece meses de haber pronunciado mi primer diálogo en tierra extranjera ("water, please" en el avión), me encuentro con que estoy muy lejos de volverme angloparlante, que nunca podré declararme una entidad soberana e independiente del diccionario, que mi oído aún no distingue palabras que sí reconozco escritas y que del slang gringo poco se ha adherido a mi vocabulario.

Para empezar, cuando llegué me topé con que la cultura gringa que es exportada al mundo en forma de harina para hotcakes es falsa, falsísima, pues uno llega creyendo que puede llamarle así a los panecitos circulares domingueros, tal como la tía Jemima nos hizo creer, pero no es así: el nombre real es 'pancakes', y cuando los llamas 'hotcakes' te miran como si les estuvieses pidiendo cerebro de mandril para desayunar.
De igual modo, me encontré con que deshacerme de los falsos cognados me sería más difícil de lo que había pensado. Con mis trescientitantos días de estancia aquí, aún digo "be quiet!" cuando en realidad quiero decir: "¡quieto!". Mi cerebro registra las palabras por su escritura y no por su sonido, y entonces le es difícil entender que al decir 'quiet' obtendré un niño silencioso pero no inmóvil.
Por su parte, palabras como "fun" y "funny" siempre me hacen dudar y termino usando la que es incorrecta. Durante mucho tiempo las creí sustantivo y adjetivo, pero mi hostkido me hizo saber que ambas son adjetivos y que una significa 'divertido' y la otra 'chistoso'. Y bueno, heme ahí diciendo: "¡Qué chistoso es volar en paracaídas!"
Otros errores que aún no logro erradicar de la práctica, son aquellos relacionados con palabras o expresiones que en español tienen dos significados pero en inglés sólo uno (homónimos, se llaman). Por ejemplo "espacio", que a diferencia del español, en inglés sólo tiene un significado y es el relacionado al universo y a su montón de estrellas; por lo que si quieres preguntar si aún hay espacio para ti en el sillón, entonces debes decir: "Is there room for me?". Room. No space. Y bueno, sigo fallando y sigo preguntando si hay suficiente 'universo' para reposar mi crecido trasero en el sillón cada que quiero sentarme a ver una película con los niños.

Y no sólo eso: conforme avanzó el tiempo, me di cuenta, además, de que mi incapacidad para dominar el idioma abarcaba también la fonética, y todavía hoy no puedo distinguir "can't" de "can", salvo que vaya acompañado de un balanceo de cabeza que evidencie el significado de la frase. O bien, aún me son comunes esos errores de entendimiento como el que cometí la primera vez que fui al súper, cuando el cajero me pidió que moviera mi carrito porque estorbaba, pero yo le ofrecía mi tarjeta de débito porque entendía que me la estaba pidiendo, y es que en casos como éste, una letra hace la diferencia y puede hacerte entender que el cajero quiere tu tarjeta y no que muevas tu condenado carro -card y car respectivamente-.

Podría seguir y seguir, porque los ejemplos son infinitos (¿ya les conté lo embarazoso que es no saber pedir comida 'para llevar' porque no tiene uno la expresión a la mano?) pero tengo que aterrizar el desvarío: mi inglés ha mejorado, sin embargo aún no soy una persona funcional con el idioma. Sobrevivo y me hago entender, pero de ninguna manera, podría proclamarme bilingüe. Aún me pierdo en las pláticas muy largas, no entiendo el sentido figurado y el acento de cualquier otra persona ajena a mi hostfamilia me hace sentir que estoy escuchando cualquier otro idioma menos inglés.

Ya no sé a qué atribuírselo. Si a mis dificultades auditivas, al hecho de que -como dijo mi lingüista preferido, cuyo argumento sonará mamoncísimo- mientras más completo sea tu dominio de la lengua materna, más difícil será perfeccionar una segunda, o quizá, a que mi reprimida xenofobia me ha hecho rodearme únicamente de amigas hispanas, o en última instancia, al hecho de que una vez me dieron un balonazo en la cabeza durante un partido de futbol en la primaria y con la pérdida neuronal que me provocó, quedé impedida para aprender un segundo idioma.

Por lo que a falta de adhesión para retener nuevas expresiones y palabras, me he vuelto fan de las onomatopeyas: son muy útiles cuando uno necesita un abrelatas y en lugar de pedirlo por su nombre -que por supuesto hemos olvidado- uno puede decir: where can I find the squik-squik-squik? mientras gira los dedos de la mano como si estuviésemos abriendo una perilla.

domingo, 30 de septiembre de 2012

Días en los que no quieres volver.

Hoy que manejaba de vuelta a casa, vi que los árboles comienzan ya a tornarse rojos. Comienza a hacer frío por las mañanas y los árboles resienten el cambio de temperatura. Recordé que el año pasado, el otoño me sorprendió con su montón de colores. Jamás había visto tantos tonos de rosa, rojo, anaranjado y dorado como los que matizaron los árboles durante octubre y noviembre. Me entristeció recordarme que será el último otoño multicromático que viva, pues en México las estaciones no resultan ser tan coloridas como aquí.

El tiempo, -lamento la poca originalidad de la frase- se ha ido volando. Hace tres meses que volví de México y ya sólo me faltan ocho para regresar de manera definitiva, por lo que he entrado en una etapa de terror absoluto. Hace unos días se aprobó en mi país una reforma a la Ley Federal del Trabajo, debido a la cual, mi terror -y el de mis compatriotas- no es infundado. Ahora despedir a un empleado será más fácil, menos costoso para las empresas, y los trabajos de planta se habrán casi extinguido, además de que las prestaciones laborales por ley se volverán sólo un buen recuerdo, y deberé enfrentarme a ello cuando esta vida que tomé prestada se termine, lo que me tiene francamente aterrada.

El terror se acrecenta cuando mis excompañeras au pairs que ya están de vuelta en México me cuentan lo mucho que extrañan la vida al american style. Y es que, aunque sigo extrañando muchas cosas de mi país, soy consciente de que aquí se vive bien y sabroso. Una vez de vuelta, no volveré a viajar con la misma libertad con la que lo hago aquí: seleccionar un destino y hacer los arreglos necesarios para llegar hasta ahí. No andaré por la calle con mi iPhone en la mano mandando un mensaje despreocupadamente, porque en mi país se expone uno a que le arrebaten el celular y la mano. No haré más shopping online: jamás le confiaría a SePoMex un paquete. No compraré miles de cosas deliciosas por impulso sólo porque mi tarjeta de débito parece tener fondos infinitos (89 centavos que cuesta una donut de DD hace sentir millonaria a cualquiera con 500 dólares en su tarjeta). No volveré a vivir de una forma tan individual como lo hago aquí, porque estaré rodeada de gente que me importa, y a la que sin duda tendré que ofrecerle una rebanada de mi pizza, aunque no quiera. Y sobretodo: nadie me pagará nueve mil pesos por calentar sopa Maruchán, que es básicamente a lo que mis labores se han reducido ahora que ya sólo cuido del menor de los Johnson (yeap, I'm a lucky girl).

Uno siempre va a quejarse. Siempre va a extrañar el país olvidado y a los que en él dejamos. Tardamos un tiempo, además, en aceptar que aquí la estamos pasando muy bien. Lo sentimos como traición a la patria, quizá. Pero cuando echamos un vistazo a nuestro ropero, lleno de esa ropa que en nuestro país habría resultado incosteable, cuando nos observamos a nosotras mismas mientras manejamos 'nuestro' coche cantando felices, cuando vemos nuestro álbum lleno de fotos de chicas sonrientes -y una de esas chicas somos nosotras- tomando un café, haciendo un picnic o viajando de mochilazo en lugares inesperados, cuando nos encontramos con gente que sonríe en la calle, cuando probamos una langosta y deseamos tatuar su sabor en nuestras papilas porque sabemos que no la volveremos a comer más y cuando encontramos que el área de helados en el súper es kilométrica, experimentamos amnesia patriótica.

Favorecida, además, porque los otoños en México no son tan bonitos.

lunes, 24 de septiembre de 2012

27.

Nací un septiembre de 1985. A pesar de que desde entonces sólo he tenido dos fiestas de cumpleaños -a los cinco y a los quince- mi mamá siempre tuvo la dedicación necesaria para hacer de cada cumpleaños una verdadera celebración de nuestra llegada al mundo.

Por eso es que estando en tierra yankee, necesitaba encontrar una sustitución digna, para no caer en la añoranza. Pues bien, no puedo quejarme. Si bien es una ingenuidad esperar que tu hostfamilia celebre contigo la suerte de haber nacido, tal como lo harían tu familia, amigos, novio o perro, hay muestras de afecto y aprecio que son suficientes, aunadas a lo que una misma decide hacer para festejarse.

Mi hostifamilia me felicitó desde temprano con sonrisas y abrazos incluidos. Dios me mandó su conmemoración en forma de tormenta apocalíptica, de ésas que cuando las atraviesas manejando te hacen dudar si llegarás vivo a tu casa o si antes habrás terminado en el fondo de un peñasco con las llantas para arriba. Por la tarde, al igual que el año pasado, fuimos al restaurante de comida mexicana-salvadoreña y yo engullí muy plácidamente unos camarones a la plancha y un par de Negras. Ahí, mi familia me entregó mi regalo de cumpleaños: unos audífonos rosas gigantescos y 50 dólares en monedero electrónico para Cheesecake Factory. El año pasado me regalaron el mismo monto, pero para gastar en una tienda de ropa. Supongo que el próximo año me van a regalar dinero electrónico para gastar en el gym, a fin de volverme a poner la ropa que compré cuando cumplí 26 pero que dejé de ponerme cuando cumplí 27. Just kidding. Más tarde, al igual que el año pasado, aparecieron los meseros con un flan ataviado de su velita cumpleañera que me entregaron al ritmo de un sabrosón "Happy birthday to you."
Por mi parte, yo me aseguré la asistencia a un concierto de Búnbury en noviembre próximo y me patrociné un viaje a la cercana Philadelphia que fue tan catastrófico como memorable.

De modo que, ya muy cerquita de los 30, ésta soy yo. ¿Que si soy la misma persona que salió de su casa hace un año sin tener certeza de que encontraría aquí? En lo absoluto.

Pero las diferencias ya las enlistaré luego. Como sabrán, a los 27, uno ya no puede mantener los ojos abiertos después de media noche.

lunes, 17 de septiembre de 2012

México.

Ayer México celebró 202 años de haber iniciado la guerra que, once años después, le liberaría de la corona española, y que por supuesto, representa para los mexicanos una oportunidad más para festejar, emborracharse y agradecer a la suerte haber nacido en tierra azteca.

Pero en realidad, nowadays, no hay mucho qué agradecer: una democracia de chiste, una soberanía cuasi utópica, un país inundado de violencia, portador de los primeros lugares mundiales en corrupción, nepotismo, homicidios juveniles, obesidad infantil, deserción escolar, feminicidios, asesinatos de migrantes y secuestros, una economía debilitada y frágil, una gran brecha entre clases sociales y verdaderas vejaciones de quienes tienen el poder hacia la clase trabajadora. Así pues, no parece una gran fortuna ser mexicano.

De modo que no resulta congruente festejar con algarabía cuando el país atraviesa por una crisis de naturaleza múltiple, porque trabajos hay menos y prestaciones para los servidores públicos hay más, porque nuestro próximo presidente no ha sido electo por el pueblo sino impuesto por una televisora bajo un proceso fraudulento que quedó a la vista de todos sin que pudiésemos hacer algo más que tuitearlo, y porque enfrentamos una absurda guerra que ha dejado más de 60 mil muertos sin beneficio alguno.

Sin embargo, yo, como mexicana viviendo en el extranjero, tengo bien claro qué amo de mi país, más allá de la gente que dejé ahí. Aprecio ahora más que nunca, nuestra comida, los billetes de colores, el servicio de transporte público, la posibilidad de caminar entre un punto y otro, la educación basada en nalgadas, los canales de televisión abierta, y el hecho de que mandar a un niño por las tortillas no ocasiona que vayas a prisión.

Por eso: felicidades México. Te extraño a pesar de todo.

Pero por ahora, agradezco la donut doble glaseada que voy a bajar a cenar mientras veo una serie en Netflix y me refresca el aire acondicionado.

miércoles, 29 de agosto de 2012

Gratitud.

Cuando hice mi tesis, disfruté mucho escribiendo los agradecimientos. Primero, porque me encanta la melochería y, evidentemente, soy una exhibicionista, y en segundo lugar, porque siempre he apreciado el valor de la gratitud y creo importante hacerle saber a alguien de cuánta utilidad nos resultó su aportación en cualquiera que haya sido la travesía recorrida.

Lo anterior está establecido en mi no publicado Manual para la Vida, volúmenes III y IV, en su versículo 3:19, que dice que a todo logro le corresponde un agradecimiento, y hoy que cumplo un año en el exilio (y ya por eso me siento como preparatoriana enfundada en vestido de graduación con lentejuela) me es imposible no mirar hacia atrás y reconocer la ayuda recibida durante esta experiencia, que representa un gran mérito para la que esto escribe.

Y es que cuando te encuentras dando vueltas como orate mientras desperdicias gasolina en el desolado estacionamiento de una fábrica, porque tu GPS insiste en que has llegado a tu destino (cuando tú querías llegar a un Ruby Tuesday para comer con tus amigas), agradeces con verdadera sinceridad al alma piadosa que llega en su vehículo motorizado a sacarte de tu errática ubicación y a mostrarte el camino verdadero, sin reprocharte absolutamente nada. Entiendes, además, cuan distinta y difícil estaría siendo tu experiencia si no tuvieses a esas personas rodeándote.

Así bien, querido auditorio, si detestan la miel, es momento de abandonar este blog (¡pero sólo por esta ocasión!), pues hoy, que celebro haber completado victoriosamente mi primer año de au pair, quiero externar gracias genuinas e infinitas a la gente que lo hizo posible, porque aquí o allá, siempre se necesita algo de soporte.

Por ello, quiero agradecer a mi familia -la inmediata y la extendida- por confiar en mí y en el proceso, aun cuando todos teníamos tantas dudas. En especial, gracias a mi mamá por siempre tener una oreja disponible para pegar al auricular y decirme cómo solucionar el problema de un volante bloqueado, desmanchar recipientes plásticos que se han teñido con el rojo del chile guajillo, enviarme tantas recetas como le he pedido (lo cual ha logrado que ahora sea una exitosa chilaquilesmaker), o compartirme secretos maternos como que acariciar las sienes de un niño es la manera más fácil de hacerlo dormir.

Gracias, por supuesto, a mi novio, que es el novio de ensueño. Porque no sólo me acompañó durante todo el trámite, sino que una vez que llegué aquí, no ha dejado de resguardarme a cada momento. Él es esa persona por la que espero cada noche, es quien pone en orden mi cabeza después de un día agotador o frustrante y quien lejos de pedirme que vuelva, me ayuda a recordar porqué estoy aquí.

A Pepina, no sólo por rescatarme cuando mi GPS tiene síndrome premestrual, sino por ser mi contacto emocional más inmediato. Porque definitivamente enloquecería si no tuviese a una persona con quien ser yo: reírme sin preocupación, comer cuanto quiero, hablar mi idioma, compartir frustraciones y deseos infanticidas reprimidos, y disfrutar sentarme en una banca a comer helado. Gracias por recordarme la importancia de la cooperación y la solidaridad.

A mi grupo de amigas, las que fueron y las que siguen siendo, desde Luciérnaga que me enseñó cómo rebasar en carretera, hasta la adorable suiza del buen humor interminable, gracias porque me han ayudado a complementar las metas que tenía previstas para esta experiencia. No sólo porque ahora manejo mejor y tengo más vocabulario inglés (¡y hasta tres palabras en alemán!), sino porque el hecho de saber que pertenezco a un círculo donde soy apreciada, hace que mi estadía sea mucho más armónica y feliz.

Y en general, a toda la gente que me ayudó desde el momento en que decidí contactar a la representante de Cultural Care en mi país hasta el día de hoy, en que más de un centenar de veces he necesitado una segunda opinión, auxilio vial, soporte en gastronomía, apoyo moral o empujón anímico:

Muchas 
g r a c i a s

domingo, 12 de agosto de 2012

Desconsideración.

Bien pronto me di cuenta de que a mis hostipatrones les importo yo muy poco. Y no es que esperara que les preocupase la salud de mi perro, o que les interesara saber si me divertí el fin de semana, pero sí esperaba que la actitud integradora que tuvieron los primeros cinco días posteriores a mi llegada les durara un poco más que eso.

Tenía yo como dos semanas de haber llegado, cuando noté que una vez que mi comida entrara al refrigerador, pasaba a ser propiedad de la comunidad y que no les importaría demasiado desecharla si lo consideraban pertinente. Lo más reciente: preparé un adobo al pastor (adobo mexicano hecho con chile guajillo y jugo de piña, principalmente) que me costó un dineral porque aquí los chiles y las especias son carísimos, y lo guardé en el congelador para dosificarlo por varios días. Esos 'varios días' no fueron ni un par porque hostmadre lo desechó. "¿Lo querías? Pensé que ya se te había olvidado. Y es que necesitaba el tupperware." Entendí que tratándose de mí, nunca se detendrían a pensar en que cualquier cosa almacenada en el refrigerador, sobretodo algo preparado y no comprado, tiene una razón para estar ahí, que quien lo haya preparado invirtió tiempo y dinero en hacerlo, y que si está congelado es porque se pretende conservarlo para consumirse después.

A eso le siguieron las desconsideraciones que ya he mencionado otras veces, como abandonarme un fin de semana nevado, o bien, irse de vacaciones sin preguntarme si tenía dinero para comprar comida y sobrevivir en su ausencia.

Otras desconsideraciones, no obstante, me han parecido más delicadas. Como por ejemplo, olvidarse de llamarme a bajar al sótano durante una emergencia cuasi ciclónica. Resulta que una noche cayó una tormenta espantosa. El cielo se veía de un rosado que jamás había visto a las tres de la mañana, las ventanas vibraban y la casa retumbaba con cada destello. Días después, en una plática casual con los hostabuelos, mi patrón comentó que estuvo tan terrible la tormenta que desconectaron el suministro de energía eléctrica y se resguardaron en el sótano toda la noche porque temían que los cristales de las ventanas pudiesen romperse sobre ellos. Bravo. Salvo que mis ventanas estén blindadas, eso, queridos yankees, fue una gran culerada.

Con ese evento, mi situación se esclareció. No necesité más para entender -aunque un poco tarde- que si no les importa algo tan básico como mi seguridad, mucho menos ha de preocuparles que me aburra un fin de semana, que coma algo que me guste o que tenga oportunidad de ir al súper a comprar toallas sanitarias.

Por eso, ya no me sorprendió -aunque no dejó de indignarme- que nunca tuvieran el tiempo suficiente para ayudarme con el trámite de la licencia de conducir. Les pedí ayuda poco después de haber aceptado extender, es decir, hace tres meses después de darme cuenta que me sería imposible hacerlo yo sola. Se los dije por semanas y jamás les vi interés. Ahora, a quince días de que expire mi licencia internacional, se sorprenden porque no sabían que tenía fecha de vencimiento, y les preocupa un poco que la fecha más próxima para examen de manejo sea en octubre; pero no demasiado, porque durante mi extensión ya no necesitan que lleve a su hijo al kínder.

domingo, 5 de agosto de 2012

Expectativas.

Ayer hablé vía videollamada con mi primo adolescente. Al encuentro cibernético se sumaron mis sobrinos y mi tío. Él, un poco más interesado en sólo saber qué hice de mi fin de semana y de ver en tiempo real mis crecidos cachetes, me pidió que le diese un recorrido por la casa para conocerla.

A razón de la agonizante batería de mi laptop, no pude despegarme de la corriente eléctrica y sólo le mostré una vista de 360 grados de mi habitación: mi cama, escritorio lleno de useless stuff, mi tocador repleto de menjurjes de belleza, mi televisión de veinticinco pulgadas y la puertita miniatura de madera que conduce a nowhereland. Después del brevísimo tour, mi tío preguntó: "¿Y dónde está la tele de plasma y el XBOX?"

Crap.

Olvidé que del año de au pairismo, no sólo nosotras tenemos expectativas, sino también nuestra familia. Le expliqué a mi tío que vivo muy modestamente con una familia de clase media-baja, que la casa es pequeña y que no fui provista de ningún lujo ni comodidad exuberante. "Uy, pues qué mal" fue su sentencia final, ya que él, como toda mi familia, esperaba que alejarme más de tres mil kilómetros de casa fuese para mejorar, entendido esto último como acomodarme con una familia que me proveyera de las comodidades que no he tenido en mi vida y que se supone, una familia gringa promedio, puede costear.

Esto último, aunado al hecho de que cuando viajé a México hace casi dos meses, mis hermanos y amigos me bombardearon con preguntas como: "¿Ya fuiste a Disneyworld?, ¿ya hablas inglés?, ¿estás estudiando alguna maestría?", me hizo caer en la cuenta de que no sólo me encuentro bajo la presión de lograr mis propias metas, sino también las de quienes me rodean.

Y es que, aunque la salida fácil siempre es pensar en uno mismo y en lo que uno desea, no se pueden ignorar las esperanzas que los demás depositaron en nosotros cuando salimos de nuestra casa buscando nuestro año de crecimiento personal (salvo el caso, claro, de aquellas chicas que dejan bien claro que vienen a pasear). Sin embargo, es útil. A pesar de que aquí todo resulta ser más difícil que como lo habíamos pensado durante nuestro proceso, pues las escuelas son carísimas -una maestría es inalcanzable par una au pair que no reciba dinero extra-, los viajes a tierras lejanas no son tan fáciles de realizar debido a costos y horarios,  y el inglés resulta no ser un sticker autoadherible cuando uno se la pasa hablando español con toda compatriota, sirve de mucha ayuda recordar que en nuestra casa hay alguien esperando que aprovechemos tanto como se pueda, un año irrepetible en nuestra vida. De modo que, aunque no podamos costearnos una maestría como quisieran nuestras mamás, no podamos recorrer el país de esquina a esquina, como esperarían nuestros amigos aventureros, ni podamos elegir a la familia mejor acomodada que nos garantice viajes mensuales a destinos inauditos, sí podemos ajustar las expectativas de los demás a las metas propias.

Sé, pues, que no puedo fallarme a mí misma y, por ello mismo decidí extender cuando hice una evaluación de mis goals and achievements casi por terminar mi año, pero ahora, para mantenerme más firme en mi segunda vuelta, me sirve de mucho recordarme que tampoco puedo fallarles a ellos.

...Y que regresaré cuando esté lista para decirles: "ya'stuvo, lo logré."

lunes, 2 de julio de 2012

Where is my heart?

Si hay algo que deteste más que empacar, es desempacar, terrible labor que me encuentro realizando por períodos de no más de cinco minutos desde antier en la noche en que regresé a mi hostcasa después de un breve viaje a México.

Los primeros días allá, con mi novio a lado, fueron un tanto abrumadores. Apenas lo encontré en el aeropuerto, me prendí de sus labios y pensé que nunca debí haberme ido. Esa noche comimos unos riquísimos tacos -de la gastronomía mexicana, lo que más extraño- y mi estómago dijo: "¡Estamos de vuelta!". Sin embargo, la magia, deben saber, duró poquitísimo. Al día siguiente me sentía en ningún lado. Dado que mi novio comparte su casa con otros estudiantes, yo sentía invadida nuestra privacidad aunque en realidad la invasora era yo. El servicio de internet estuvo siempre fallando y hacía un calor increíble que a falta de aire acondicionado, me hacía extrañar mis servicios primermundistas: sí, así de jodido. 


Días después, viajé a mi casa. El recibimiento de mi familia aún me tiene wordless: inaudito lo que se siente volver a estar entre los tuyos. Además, claro, la sensación de felicidad se acrecentó debido a que mi mamá cocinó exactamente cada cosa que se me antojó, y a que mi vida social no recibió ningún rechazo (nadie te dirá que no puede verte, cuando sabe que sólo estarás por unos días) mientras que mi reencuentro con la amplia gama de golosinas picosas mexicanas me hicieron pensar: "¡ya'stuvo, no volvemos a Gabacholandia!" Sin embargo, una vez más, el no tener una habitación en casa (y toparte con la que fuese la puerta de la tuya, cerrada con llave), que a la única persona a la que le interesa ver  tu álbum de 1347 fotografías con sus 1347 descripciones seas tú misma, que ya no tengas una rutina de vida en tu ciudad y que tampoco puedas actuar como si fuesen vacaciones porque los demás deben continuar con sus funciones que nada saben de beloved daughters que regresan del extranjero for a little while, me hicieron añorar ese lugar que ya reconozco como mío.

Pero más importante que eso, parecía ser el hecho de que al estar en mi casa recuperé algo de mi identidad perdida. De ésa que sacrificas al firmar para Cultural Care. Volví a reír abiertamente en la sobremesa y a contar historias completas sin temor a que se me acabaran las palabras, dormí tanto como quise sin tener que dar explicaciones, comí en cantidades exorbitantes sin recibir reproches sobre mis malos hábitos, salí y entré de mi casa cuanto quise y sin depender de ningún humor ajeno, hice berrinche y maldije cuando sentí que necesitaba hacerlo en lugar de fingir resignación y encerrarme en mi cuarto a patalear como haría aquí, y abracé, besé y le sonreí a la gente a mi lado como hace casi un año no hago y parezco un tanto esquizoide.

Estando allá, más de una vez dije que ya no me regresaría. A pesar de todo. De la falta de habitación y de la sensación de haber sido descongelada recientemente. No obstante, en la fecha límite para pagar mi extensión, la cajera estúpida de un lugar donde desayuné, bloqueó mi tarjeta de débito y yo no podía hacer el pago. El terror que me dio pensar en que ya no podría quedarme más tiempo en Estados Unidos, puso todo en su sitio.

Al final salí bien librada y regresé. La despedida, he de decir, fue mucho más difícil que la primera vez, porque es como reprobar un año escolar: hay que empezar de ceros otra vez. Como sea, lo hice y volví a mi cuarto. Éste que ahora siento tan mío como ya casi nada. Sin embargo, no pude evitar sentir que me traicionaba a mí misma cuando me enternecí al recibir de mi hostfamilia un globo de "Welcome home" luego de llegar del aeropuerto. Mi corazón ya no sabe exactamente dónde está.

Por ahora, como sea, sólo nos ocupamos de desempacar.

domingo, 1 de julio de 2012

Mi mayor pésame, México.

Hoy iba a publicar una entrada sobre el viaje exprés que hice a mi país, pero se me quitaron las ganas.

En este momento sólo puedo externar lo mucho que lamento el retroceso que esta noche significa para nosotros los mexicanos.

México, lo siento mucho.

sábado, 2 de junio de 2012

Más vale malo por conocido...

Hace poco más de un mes le di el ansiado sí a mi hostfamilia. Se alegraron mucho y me agradecieron aún más. Increíblemente a pesar de nuestro rocky past together, nos valoramos lo suficiente como para decidir permanecer juntos nueve meses más.

Y es que, como he narrado antes, he cometido muchos errores que más de una vez pensé me costarían un rematch. Los más recientes: confundirme con la dosis de medicina que debía tomar mi hosthijo durante el auge de su mononucleosis infecciosa, y peor aún, errar el camino hacia el hospital y llegar veinte minutos tarde a la cita con el doctor (oh, yeah, nueve meses aquí, y sin GPS no soy nadie). 

A su vez, ellos actúan de ciertas formas que me hacen pensar en la huida con regular frecuencia, aunque principalmente todo se reduce a uno: esperan que su au pair sea un robot sin necesidad alguna. Cuando les pedí dinero para mi curso de inglés, hostpatrona insistió en que debía tomar un curso para volar papalotes en un blustery day, que costaba 35 dólares, y no el de inglés que tenía un precio de tres cifras. Ejem... muy bonito si es que hubiera venido a este país a conocer el clima, pero no es así. Sabían que yo quería estudiar y mejor aún, saben cuáles son sus obligaciones al respecto. 
De igual modo, no tienen empacho en dejarme incomunicada un fin de semana sin automóvil en este bosque alejado de cualquier medio de transporte público, esperando que alguna amiga con mejor suerte se apiade de mí. Claro. Es lógico: las au pairs amamos a los niños y no tenemos ninguna necesidad social. Desde luego que no miramos el calendario esperando con ansiedad que llegue el fin de semana y podamos estar lejos, lejos de casa comiendo cosas ricas y rodeándonos de gente joven que habla nuestro idioma.
Mientras que la gasolina es un problema más. Cuando pido dinero para llenar el tanque, lo que obtengo además de la tarjeta de crédito es un suspiro de hostpatrona que hace mueca de duda como si a mí me gustara beber gasolina y los engañara, llenado sólo medio tanque cada vez. ¿Resultado final? Una au pair sabor vainilla que paga ochenta dólares mensuales de gasolina, y sólo usa el coche para fines personales los fines de semana.
And last but not least: jamás se han hecho cargo de mi comida, pues a pesar de que puedo tomar del refrigerador y la alacena lo que se me antoje, pollo, tortillas, queso, crema, frijoles y jalapeños siempre corren por mi cuenta aun cuando deberían estar incluidos en su lista mensual de súper (y con mayor razón si sus hijos encuentran mi comida bastante apetecible, y al final terminamos comiendo los tres de lo que yo pago y preparo para mí).

Sin embargo, después de la catarsis aquí vertida (que, perdonen ustedes, no esperaba que sería tanta, pero una vez que comencé a teclear, no pude dejar de hacerlo), decidí quedarme con ellos nueve meses adicionales a mi año. Unbelieveble but true.

Pues sí, resulta que aunque me imagino a mí misma feliz corriendo en shorts en las lindas playas californianas donde uno no vive en la incivilización forestal, no deseo reiniciar mi vida a lado de gente nueva, adivinando nuevos humores y nuevas actitudes, lidiando con nuevos temperamentos y nuevos estilos de crianza. Aquí, al menos, ya sé que a hostmadre le fastidia hacer limpieza y que si ha de recoger una pelusa de polvo en la alfombra es mejor no estar cerca. Ya sé que hostpadre es un gruñón matutino y que a veces ni los buenos días devuelve, y que los niños no toleran la frustración y mucho menos la idea de hacer lo que un adulto dice sólo por el hecho de que él es el adulto. Ya lo sé y ya aprendí a lidiar con ello. 

De igual modo, estoy segura que ellos piensan lo mismo: "no es fabulosa, los rompecabezas están incompletos desde que ella llegó, los niños no consumen tanto omega 3 y 23489 desde que ella está a cargo de su dieta, pero qué flojera buscar otra au pair y adaptarnos a ella nuevamente. ¿Qué tal que le gusta ese espantoso ritmo latino que se llama reguetón?"

Así que, finalmente, el fin de texto era reflexionar sobre que más vale malo por conocido que bueno por conocer (y bueno, ni siquiera puedo decir que sean 'malos'), pero sobretodo, la intención primera, es más bien, anunciar que oficialmente mi año como au pair acaba de comenzar (una vez más).

viernes, 4 de mayo de 2012

Confianza.

El otro día, Pepina me preguntó cómo cocer un huevo y cómo -más difícil aún- saber que ya estaba listo para comerse. Dicho evento, aislado en la biografía de cualquier persona sería completamente irrelevante. O al menos, mucho menos relevante que una titulación, un terremoto o el día que te atropelló un repartidor de pizza sin frenos, pero no en la mía. En mi biografía un evento como tal (¡alguien preguntándome A MÍ los secretos de la cocina!) merece una mención honorífica.

Y es que,  aunque  al venir aquí la cocina no me era completamente desconocida (dije 'completamente', mamá), jamás me había imaginado auxiliando a alguien en las labores culinarias, por muy básicas que éstas fueren. De modo que, situaciones como ésa, me han puesto bajo mi propia lupa para observar qué ha cambiado en mí en los últimos ocho meses.

He descubierto con agrado que soy mucho menos preocupona, como más verduras, me importa menos cómo luzco, soy más egoísta, me siento más motivada a aprender, cedo un poco más y hago menos berrinches, tolero un poco más la frustración, uso zapatos de piso todo el tiempo, padezco las niñerías de los demás en lugar de propiciarlas y disfruto mucho más de mi tiempo a solas.

Pero lo más importante de todo, es que ahora confío mucho más en mí.

Cuando todo se pone difícil, me recuerdo a mí misma vaciando mi vida en una maletita y dejando cualquier sensación de seguridad detrás. Me recuerdo lo lejos que estoy de mi casa y los meses que he sobrevivido a berrinches castrantes, lavavajillas que escupen detergente y embotellamientos de autopista, sin regresar llorando a ese seguro rincón que es el regazo de mi madre. Y entonces me creo capaz de salir del apuro o de arriesgarme, cual sea el caso. Ahora me gusta ponerme en situaciones desconocidas y salir bien librada de ellas.

Y es que la autoconfianza no es difícil de lograr cuando atiendes un par de monstruitos que dependen completamente de ti y cuando, encima, pasas mucho tiempo sola en un suburbio rodeado de venados y ardillas dientonas donde tú eres tu propia compañía y tu mejor razón para no perder la cordura; y sobretodo cuando te das cuenta de que sólo te tienes a ti misma: que nadie vendrá a cocinarte lo que más extrañas de tu país y que nadie va a contradecirte en un día de tristeza cuando no quieras ir a la escuela. Entonces ocurre. Y un día te das cuenta de que estás preparándole chilaquiles a una amiga que vino a visitarte desde muy lejos, y se los ofreces gustosa, sin temor a que los mire feo o que se les coma por puro compromiso. También te das cuenta de que estás manejando de noche y lloviendo cuando creíste que jamás podrías hacer algo así, y lo que es mejor: no vas repitiendo como demente la oración del conductor, sino que vas disfrutando el trayecto porque estás tranquila. Y también te descubres formada en el Drive Thru (o automac en México) de McDonald's expectante por ordenar tu comida, sabiendo que a pesar de tener dificultades al ordenar porque nunca entiendes nada, al final saldrás de ahí con tu McFlurry Oreo sin la sensación de haber hecho el ridículo.

jueves, 5 de abril de 2012

Accidentes

Lo ideal sería que terminaras tu año de au pair sin accidente alguno. Sin embargo, dudo que exista alguna chica que termina sus doce meses con un saldo en ceros (y si existe, que me diga a qué santo se encomendó).

Accidents happen no matter how careful you are.

Así que pensar que todo se tiene bajo control siempre y cuando sea uno muy atento y cuidadoso, no es una manera inteligente de vivir ni de pasar tu año de au pairismo. Siempre pregunten en su agencia qué cobertura tienen tanto el seguro médico como la protección legal, y a la familia qué tipo de servicio médico utilizan y por supuesto, qué cobertura tiene el seguro del automóvil. Una vez que esto está aclarado, entonces pueden proceder a equivocarse sin sentir que pierden el alma o el empleo.

De tal forma que hoy, levanté a mi pequeña Nenuca tomándola por las muñecas y escuché -y sentí- un ligero 'crack' en una de ellas. Veinte segundos después tenía una bola gigantesca, acompañada de los berridos más ensordecedores pero justificados que jamás oí. Tan intensos, de hecho, que terminé llorando con ella mientras la sostenía en mis brazos sin saber qué hacer.

No fue tan difícil decidirme, finalmente. Tuve que llamarle al hostdado y decirle que no sabía si la muñeca de la niña estaba fracturada, pero que tenía una bola gigante. Obviamente, no pude ni decir 'inflamada' o 'hinchada' porque en ese momento de tensión mi mejorado inglés se redujo a los términos necesarios para describir burdamente el panorama médico. Esto es: hola, jalé mano, bola en la muñeca, nos vemos en el hospital, no me corran por favor. (Bueno, eso último no lo dije pero lo pensé durante los 59 segundos de conversación telefónica).

Así que me llevé a mi pobre y desdichada cría al hospital para encontrarme con mi hostipadre, quien, aunque preocupado,  me dijo que es imposible no tener este tipo de experiencias cuando se tiene hijos, mientras que hostmadre me dijo que no me angustiara porque todos sus hijos han tenido el mismo problema con los huesos (¡y como no si aquí no toman Chocomilk de Pancho Pantera! Con chorromil vitaminas, minerales y extracalcio) y que de ninguna manera me responsabilizaban por lo sucedido.

Un rato después, la niña salió con una paleta y una sonrisa. El hueso dislocado fue acomodado en cuestión de segundos -no por eso indoloramente, claro-, y el drama se acabó. Para la tarde ya me quería de nueva cuenta y se entretuvo pegándome calcomanías en la ropa.

Así que, en resumen, los accidentes ocurren. No se puede luchar contra la fuerza de gravedad ni con la tendencia infantil a rebotar, lo único que se puede hacer es poner tanta atención como nos sea posible y esperar comprensión por parte de los papás cuando ésta no sea suficiente.

Yo por mi parte hoy agradecí infinitamente tener unos hostpatrones bastante centrados, que permiten en su au pair errores típicos de un padre novato.

sábado, 10 de marzo de 2012

Trabajo pesado

Me pregunto si el trabajo de au pair puede considerarse como un 'trabajo pesado' y no sé qué contestarme.

Supongo que un albañil de rango media cuchara se indignaría si yo me quejara de que mi trabajo es pesado cuando invierto en promedio dos horas laborales diarias viendo Breaking Bad en la tele al tiempo que cuchareo sin descanso botes enteros de helado mientras que mis críos toman sus siestas. ¿Trabajo pesado? Cargar una carretilla repleta de ladrillos bajo el inclemente sol de medio día.

Sin embargo, aun consciente de lo anterior, más de una vez me he escuchado a mí misma quejándome de lo pesado que es el trabajo con niños, aunado a las labores y funciones regulares de una au pair.
Me levanto a las siete de la mañana y bajo a las siete y media para empezar el día. Los papás se despiden y quedo entonces a cargo de mis hijos de mentiras, quienes verán televisión por media hora más -o un poco más, quizá, si finjo que no me di cuenta de lo rápido que pasó el tiempo- y después jugarán bajo mi supervisión con bloques de Lego, pelotas de goma o carritos multicolor, se disfrazarán todos los oficios reales e irreales existentes (como cartero espacial o cirujano de saltamontes), constuirán fuertes con cojines, armarán rompecabezas y de vez en cuando se partirán la propia al caer de un sillón. A las diez de la mañana es hora del snack y tengo que ponerlos a la mesa para recibir su taza de jugo y un puñito de nueces, pasas o gomitas sin azúcar. Después nos siguen media hora de camino sobre ruedas y una hora en la biblioteca, el playground o el centro de desarrollo infantil en los que hay que perseguirlos como guardaespaldas para evitar que maltraten libros, coman demasiada arena o se ensucien de pintura, respectivamente. A las doce hay que volver a casa, pero a diferencia del viaje de ida, en la vuelta hay que cuidar que no se duerman durante el camino. Doce y media y es hora del lunch, que debo preparar en el momento. Después del lunch vienen las siestas. A la niña hay que arrullarla con canciones y al niño hay que leerle cuentos hasta la inconsciencia. Dos horas después hay que entretenerlos nuevamente con más pelotas, rompecabezas, cojines multifuncionales y varitas de hule espuma flexible, hasta las cuatro en que es hora del segundo snack del día y después del cual, los papás hacen aparición y yo, por el contrario, desaparezco tan pronto como puedo apenas les entrego un inventario de sus hijos.  

¿Parece un trabajo pesado? 

No. Aun menos si pensamos en la servidumbre victoriana del siglo XIX que pasaba dieciocho horas de pie cada día atendiendo ridículas demandas de sus amos.
Y sin embargo, termino mis días exhausta. Sin demasiados deseos de salir, arreglarme muy linda para ir a clases o tomarme un café con las amigas. Lo mejor del día laboral es cuando termina y puedo reencontrarme con mi cama por un breve lapso de tiempo.  
Y es que a pesar de que las labores no son pesadas, mis pequeños hosthijos, las vuelven una experiencia agotadora.
Si debo mantenerlos ocupados, no es que abra una caja con juguetes y ellos jueguen sin cansarse. No. Hay que animarlos para que jueguen, y crean que es maravilloso lo que están jugando. Cada diez minutos o se enfadarán y pedirán a chillidos algo verdaderamente bueno para jugar.
Si hay que darles de comer, no es que prepare lo que sea a lo que tenga alcance y se lo coman. Ni siquiera es que pueda confiar en que lo que se comieron el lunes se lo comerán el viernes nuevamente, porque resulta que los lunes les gustan los green beans pero el viernes ya son alérgicos a ellos o juran que jamás les han gustado y los escupen a los dos segundos de tenerlos en la boca.Entonces hay que dedicar esfuerzos a encontrar el guisado que vaya de acuerdo al humor del día.
Si hay que llevarlos a cualquier lugar, hay que lidiar por un buen rato con la pataleta de no querer salir de casa porque hace frío, porque no hay nada en el mundo exterior que valga la pena o porque simplemente parece adorable la idea de llevarle la contraria a tu au pair hasta hacerla enloquecer. 
¿Y qué decir de la hora de la siesta? Bonito sería llevarlos a dormir, cantarles o leerles, apagar las luces, cerrar las puertas y salir. Pero no. La mayoría de las veces hay que enfrentarse a un bebé que no se duerme a pesar de tus esfuerzos musicales por lograrlo o a un pequeño rufián que espera le leas todo el librero familiar para poder dormir y que berreará si te niegas a leerle un quinto libro.

Encima de estas complicaciones que se pueden presentar durante las labores normales, no hay que olvidar que lavar trastes, recoger una cocina y un tiradero de juguetes esparcido por toda la casa también son parte del trabajo de una au pair y que, en muchas ocasiones, ayudan a incrementar la sensación de estar haciendo un trabajo extenuante. Además de que, en mi caso, hay un pequeño toddler en potty training que resulta en mucha ropa que enjuagar, y la constante tensión que representa estar adivinando los designios de la vejiga del infante en cuestión, por lo que salir al parque, o usar el automóvil familiar se convierte en fuente de estrés.


Y para rematar, hay que lidiar con las personalidades de los niños, que no suelen ser las más dulces. Alguna vez -muchas- me quejé de mis clientes en mi anterior empleo porque solían hacer peticiones absurdas, mostrarse verdaderamente insistentes y convertirse en una genuina molestia. Pero hoy, añoro esos días en que ningún cliente mordía ni se orinaba en los pantalones durante un berrinche. Que a pesar de lo molestos que pudiesen estar, yo podría estar segura de que ninguno me asestaría un puñetazo o se tiraría al piso a berrear para poner a prueba mi capacidad de soportar los decibeles más agudos registrados en el mundo.

Ser au pair no es un trabajo terrible, e incluso brinda algunas satisfacciones. Pero no es un trabajo sencillo. Para mí, sí califica dentro de los trabajos pesados del mundo (al menos más pesado de los otros empleos que he tenido), porque se tienen obligaciones cuyo cumplimiento no depende en su gran mayoría de la au pair, sino de sus pequeños 'clientes', que pueden convertir las tareas en una dificilísima misión.

lunes, 20 de febrero de 2012

Desvaríos personales sobre la extensión


Llegué a Estados Unidos con la firme convicción de permanecer en el exilio voluntario sólo por un año. De camino a la que sería mi hostcasa por los siguientes doce meses, escuché a un par de chicas hablando de sus planes y los esfuerzos que harían por extender su estadía, sin que yo pudiera externar una opinión similar. Un año se veía infinito. El mismo año 2012 parecía inalcanzable desde ese agosto de 2011 en que yo llegué a este país.

Al mes, mi familiahostie me preguntó si me gustaría extender, y muy amablemente les dije que no. Para ese entonces, un año -o los once meses restantes- parecía muchísimo tiempo y yo sentía que sería suficiente para todo lo que planeaba. Veía el septiembre de 2012 como un momento glorioso de mi vida que me devolvería la vida que dejé en pausa y a la cual deseaba reincorporarme sin postergación.

No obstante, una vez que los meses empezaron a correr con mayor soltura, lógicamente ese septiembre dejó de parecerme demasiado lejano. No puedo decir que el tiempo "ha volado", o que "ni lo he sentido", como generalmente se le dice a una quinceañera el día de su fiesta ("¡pero si parece que fue ayer...!"), sin embargo el tiempo sí me ha parecido corto, de modo que hoy, a unos días de cumplir el cincuenta por ciento de mi planificada estadía en el extranjero, siento que no he logrado lo suficiente y que el tiempo restante no me alcanzará tampoco.

Hace un par de días, mi hostmom me preguntó nuevamente si me gustaría permanecer con ellos seis meses más, haciendo alarde de que soy la última au pair de la familia y que si no me quedo yo, enviarán a la pequeña Dorotea  a un daycare. La respuesta, aunque no concluyente, no fue la misma que la pronunciada hace cinco meses.

Estoy consciente de que cuidar niños seis meses más (porque no extendería más que eso), representa una afronta mi paciencia y templanza, ya que estoy hastiada de galletas que vuelan en el aire, rabietas insufribles y times out que sólo sirven para reforzar mi idea de que las nalgadas son las efectivas. Sin embargo, en contrapeso, aparece la gran pregunta: ¿cuándo voy a tener otra oportunidad como ésta?

Y me contesto que nunca. Si bien no soy la más feliz aquí (ya saben: comida, gordura -sí, un kilito por mes-, aislamiento y aburrimiento frecuentes, tensión constante y paranoia, además de la sensación de ser un huésped que no debe dar molestias y de las malcriadeces ya citadas), en realidad no vivo sufriendo pues disfruto muchas cosas que sé que extrañaré cuando vuelva a mi país  y a mi vida.

Por otra parte: las metas. No quisiera regresar a mi país sin haber completado las metas que me planteé al inscribirme en el programa. Éstas son:
a) Mejorar mi inglés. Enfocado al campo laboral, más que a la habilidad de ver mil películas  en inglés con los ojos cerrados.
b) Estudiar. Cualquier cosa que pueda mencionarse en un currículum.
c) Viajar. Que no estaba incluido en el plan pre-partida, pero cuando llegué aquí me di cuenta de que no quería pasar un año sin asomar las narices.

¿Y qué he logrado?

¡Na-da!

Mi inglés no ha mejorado significativamente, por lo que estoy tomando un curso de inglés intensivo en el college, en lugar de aprovechar alguno de manejo de recursos humanoscomo quería; mientras que en lo que respecta a viajar, debo decir que hasta este momento he pisado sólo DC, NYC, Baltimore y Atlantic City: no demasiado.

Sin lugar a dudas, la extensión me daría la posibilidad de mejorar el idioma, estudiar lo que quiero y viajar un poco más al finalizar mis deudas (cuyo plan de pago concluye al mismo tiempo que mi año de au pair).

La cuestión es que no se puede ganar sin perder, y la extensión me priva de otros beneficios que no quiero sacrificar. Y es que todo se resolvería si mi báscula mental funcionara adecuadamente (ya saben: poner en una balanza), pero creo que está descalibrada de por vida y nunca me ayuda a sopesar proporcionadamente las opciones de una decisión.

Como sea, todavía me queda un mes o mes y medio más para decidirme, y darle mil vueltas más a las ventajas y desventajas de mantenerme en el exilio. Y sí, se habrán de enterar detalladamente.

sábado, 11 de febrero de 2012

Consumismo

Cuando llegué aquí, si bien no esperaba ahorrar cada centavo de mi sueldo, sí planeaba reducir mis gastos personales y evitar entregarme a las banalidades de las compras huecas e impulsivas. Pues bien, dicho propósito fracasó en cuanto visité la primera grocery store a la que tuve acceso.

Dije y repito: acá las cosas son más caras si hace el comparativo con la divisa nacional (al menos la mexicana). Por ejemplo, el servicio de metro en la Ciudad de México cuesta tres pesos, que equivaldrían  como a veintitrés centavos de dólar, y sin embargo, acá cuesta alrededor de un dólar y medio cada viaje. No obstante,  a pesar de que algunos productos y servicios son más costosos en dólares, una amplísima gama de productos de fabricación nacional está disponible por un precio mucho menor del que se pagaría por ellos en nuestros países de origen al evitarse los costos de importación.
Así que gradualmente, uno termina por adherirse a las benevolentes pautas de consumo de este país, cuando nos acostumos a la disponibilidad de productos, la variedad de marcas y la accesibilidad de los precios.

Yo como foránea terminé por acostumbrarme -sin ningún sacrificio, evidentemente- a que el jarabe Hershey's sea el ingrediente principal para preparar una malteada en lugar de hacerla con chocolate en polvo del Batichoco, cuyo sabor no es tan bueno, así como también a comer  M&M's en lugar de las lunetas económicas que solía comprar para el antojo durante mis tardes como empleada de mostrador, y en general, a sustituir cualquier versión económica Made in China por las originales gringas, que suelen tener un costo mucho mayor en nuestros países. 

Por otra parte, el consumismo no sólo incluye acostumbrarse a lo bueno, sino también restringirse menos y ahorrar nada.
Un día mientras me bañaba, noté que mi botella de champú estaba por terminarse. Usé lo que quedaba y deseché la botella para sustituirla con una nueva que por supuesto ya tenía esperándome en la gaveta. Esto no sería síntoma de consumismo, de no ser porque en mi casa cuando una botella de champú agoniza, solemos invertirla y dejarla un rato en esa posición, para hacer descender el resto del champú y así no desperdiciar nada. Igual la cátsup, la leche condensada y la miel para los hotcakes.

¿Aquí? Jamás. Si la crema de cacahuate se termina no hay necesidad de raspar con un cuchillo hasta sacar el último gramo adherido a las paredes del frasco como si fuese el último en el mundo. Simplemente se sustituye. Ése es el más puro american life style.

De igual modo, el consumismo gringo me ha alcanzado de otras formas: la comida rápida es una de ellas. Con el pretexto de que regresaré a casarme y a comprometerme con las faenas domésticas, pienso que 'tengo derecho' a consentirme un poco antes de entregar el resto de mi vida a la loable labor de cocinar para alguien más, lo que da por resultado, un consumo constante de comida hecha. Esto era impensable para la clasemediera Vainilla de hace seis meses que vivía en su país tratando de estirar cada centavo para pagar las cuentas y comprarse un pantalón de mezcllilla cada tanto.

Otras formas ridículas de consumismo de las que ahora soy víctima, son por ejemplo, comprar dos prendas iguales para no tener que lavar una en cuanto se ensucie; comprar por internet sólo porque mientras navegaba en Yahoo! Respuestas  preguntando cómo mover cosas con la mente, quién inventó los supositorios o cómo silenciar a un niño sin usar la técnica de la manzana en la boca, apareció una ventanita en mi pantalla promocionando unos Converse a 29.90 free shipping; o peor aún: comprar algo en una tienda de ropa cuyas prendas no me convencían del todo, sólo porque me costó mucho trabajo encontrar un espacio en el estacionamiento y más trabajo aún, estacionarme, así que debía hacer valer el esfuerzo (eso me pasó este viernes).


Y no es que tuviera que esperar a venir aquí para descubrir que comprar me hace feliz, sino que fue hasta que estuve aquí, que pude hacerlo libremente, porque a fin de cuentas, si un día se me ocurre gastar todo mi sueldo en Great American Cookies o en Delias.com, casa y comida están garantizadas.

Así que, para las que disfrutamos la ropa regular (no de diseñador ni fancy stuff) y la comida chatarra, el sueldo de au pair nos ajusta muy bien: nos permite obedecer el impulso de llenar el carrito del súper sin preocupación.


lunes, 30 de enero de 2012

Segunda familia

Una de las metas de este programa es lograr la vinculación afectiva entre cacique y chalán, es decir: host family y au pair. Se supone que el cuidador es más que un empleado pues se convierte en un miembro más de la familia, ya que es incluido no sólo en el presupuesto mensual de despensa y papel de baño acolchadito, sino también en la planeación de actividades y en la dinámica habitual de la familia. Esto, idealmente, da por resultado que a fin de año, la au pair tenga una segunda familia, y los hostparents una hija mayor adoptiva a quien enviarle postales navideñas hasta su país tercermundista.

Sin embargo, en casos peculiares de apatía afectiva, esto no ocurre; como es el caso concreto de la protagonista exclusiva de todas mis entradas: yo.

Aquí me han insistido con que me incluya en la familia. Que no termine mi trabajo a las 4.30 p.m., y suba a encerrarme en mi cuarto a partir de las 4.31, que lea en los sillones de la sala y no en mi recámara, que de vez en vez, vea una película en la sala de tele y que los acompañe a visitar a los abuelos ocasionalmente; pues finalmente esta familia es 'mi familia'.

Si bien no tengo ningún problema con mi inclusión en las actividades comunes de la familia, ni con interactuar con mis host-hijos en horas off, y es cierto que puedo decir que estimo a los habitantes de esta casa, nunca dejé de tener bien claro que ésta no es mi familia y que yo no vine aquí buscando un segundo hogar.

Yo no necesito otra familia ni me inquieta insanamente mantenerme en contacto con los Jenkins cuando regrese a mi país. Tampoco pretendo que me extrañen ni que los niños recuerden quién fue Vainilla, la  mexicana que les construía naves espaciales con cojines y una raqueta, que los sacaba al frío sin suéter pero que compensaba su falta con azúcar y algo de cloroformo antes de la siesta. No estoy buscando que me quieran como a una hija ni que se interesen en mi vida como lo harían mis papás. Es decir: no necesito la ilusión de una familia adicional, para hacer mi trabajo.

Para mí, mis hosts son mis jefes y el bienestar de sus hijos es mi chamba. Vine aquí para trabajar y no espero tener una familia sustituta. Me son suficientes la amabilidad, el respeto y un chistorete mañanero para sobrevivir. No me siento la hija mayor de este matrimonio -porque además, la diferencia de edad es ridícula- y de ninguna manera espero que ellos asuman un papel parental conmigo.


Cuando me vaya, cerraré un capítulo de mi vida como tantas otras veces. No esperaré ver a los niños por Skype ni hostigaré a mi reemplazo con preguntas sobre sus nuevas vidas: "¿Y cómo le va a la pequeña Dorothee en el kínder? ¿Alguno se ha roto un hueso últimamente? ¿Todavía preguntan por mí?" No me dará terror saberme reemplazada y no esperaré que esta familia tenga demasiado interés en contactarse conmigo por otra vía que no sea féisbuc.

Supongo que el problema es mío. Me doy cuenta de ello cuando mi hostmom me dice que no huya y que permanezca más tiempo con ellos, o cuando mis demás amigas au pairs agradecen públicamente -feis- por sus familias anfitrionas que las han acogido como si fuesen las propias. Y bueno: yo no me siento así. No olvido que ésta no es mi casa y ésta no es mi familia. Para mí, el año de au pairismo es eso: un año. No es toda la vida. Y no le encuentro utilidad a engancharnos emocionalmente con personas a las que no volveremos a ver después y con niños que no sabrán quiénes fuimos cuando tengan diez o quince años. 
Yo no quiero una segunda familia para que cuando regrese a mi país, no deje de extrañarla. Tampoco me engañaré haciéndome creer que mis hostkidos son mis hijos para que cuando recupere mi vida, me aterre la idea de que ya no me recuerden o me halle reemplazada por una sonrisa alemana. No quiero usar mi tiempo libre gastándolo con mis niños para no encontrar diferencia entre mis labores y mi tiempo offduty. No quiero sentirme parte de una familia para que cuando nos visiten los tíos y tías, recuerde que en realidad no lo soy. No necesito consejos maternales tampoco. No requiero adherirme a todos los planes para sentirme integrada. 

Y ustedes, hostfamily, no necesitan perder su intimidad, su química interna, sus rutinas y sus configuraciones, para que su au pair se sienta 'incluida'. ¡Bah! Toda au pair debería recordar que su hostfamily no es su familia, y toda familia debería tener presente que las au pairs pueden sentir afinidad, gratitud y aprecio por sus anfitriones sin necesidad de invertir su tiempo libre acompañándolos.

domingo, 15 de enero de 2012

No es mejor ni peor...

...Simplemente es diferente.

A manera de consejo, eso lo repite unas trecemil veces el manual de Cultural Care para preparar a la futura au pair ante el choque cultural a sufrir. La intención de dicha filosofía es ayudar a reducir la añoranza, la comparación y sobretodo, la sensación de estar presenciando o contribuyendo a una forma incorrecta de vivir.

Así que uno toma sus maletas diciendo para sí: "no importa cuan extrañas sean las costumbres de mi hostfamily o de la ciudad donde viva, no serán mejores ni peores, sólo diferentes" y se lanza al extranjero preparándose para la diferencia. Dicha filosofía funciona muy bien cuando al principio tienes que adaptarte a ingerir la última comida a las 6.30 de la tarde, o cuando te encuentras con que los niños brincan en los sillones sin restricción alguna. Te repites: "sólo es diferente, sólo es diferente."

Pero llega un momento en que la comparación que dé lugar a un triufador y un derrotado, es inevitable. Es imposible pensar en sólo una diferencia cultural cuando los resultados son desastrosos. Se piensa inevitablemente, que es algo erróneo.

El otro día, después de las vacaciones de invierno (una semana), llevé a mi hostikiddie a clases.Al llegar a la escuela, berreó porque no quería quedarse. Pataleó, gritó, y lanzó tantos arañones como pudo mientras decía: "school is stupid!" La maestra dijo que no lo toleraría más y antes de retirarse a su salón me pidió decidir entre dejarlo o llevármelo a casa. Yo le llamé a mi hostmom para preguntarle qué hacer con el pequeño gremlin.

Ella habló con el niño y después de su charla que fueron más berridos que palabras, me dijo que entendía que era una dificilísima transición entre vacaciones y el regreso a la escuela, que me lo llevara a casa, le pusiera una película y le diera leche con chocolate, para finalizar en un sentidísimo: "make him happy!"

"Es diferente, es diferente" me repetí. No es malo mimar a tu hijo pequeño cuando no quiere ir a clases, después de una ridícula temporada vacacional, condicionándolo positivamente bajo los principios del Condicionamiento Clásico pavloviano: "después de todo berrinche, ocurre la ejecución de mi voluntad", sólo es una vía distinta de la que usaríamos en México.

"No, es malo, no es bueno... sólo es diferente" once more. And twice.

¡No, no! ¡Están haciendo las cosas mal! Esta vez no funcionó su filosofía. ¡No sólo es diferente, ESTÁ MAL! ¡Por eso es que sus canales de televisión están llenos de programas como "Niñera Experta", "Angelitos", "Adolescentes Rebeldes" o "Niñera S.O.S." porque hacen las cosas mal y después no saben corregirlas!

Realmente no me importa que aquí no les enseñen las mismas normas de respeto por la gente mayor, que sean desperdiciados con la comida o que la voz de Puerquito de Winnie Pooh no sea igual de tierna en inglés que la doblada en español. Está bien. Es un otro país y obviamente funciona diferente.No mejor, no peor: sólo diferente.

Pero no puedo pensar lo mismo cuando se trata de malcriar a los niños.

Ya sé que no sólo en Estados Unidos los niños son malcriados y que es un prejuicio considerar lo contrario. Pero es innegable que aquí tienen reglas mucho más laxas en la crianza infantil. Y aunque  algunas me hubieran ajustado muy bien durante mi niñez y otras me parecen similares a las que mis papás emplearon conmigo, la verdad no puedo evitar sentir un poco de repudio y sorpresa por aquéllas que hacen de los niños una bomba de tiempo.

Que no se coma lo que no le gusta, porque no hay que actuar en contra de la voluntad de ninguna persona. Que no hay que levantarles la voz porque se crean heridas emocionales. Que no hay que darles nalgadas porque el mensaje que eso deja es que está bien abusar del débil. Y por supuesto: que no hay que obligarlos a que vayan al colegio, porque la vida escolar de todo niño debe estar relacionada con experiencias positivas y no traumáticas.

¿Y entonces a qué le llaman disciplinar? ¿A mandarlos a su habitación tres minutos antes de que griten "I'm sooooooooooorry!"?

Sí. Esto es un intercambio cultural y cuando uno viene aquí, la adaptación  cultural es una obligación. Por ello, nadie debe quejarse ni sugerir otras vías para hacer las cosas. Lo dice también bien claro el manual de Cultural Care. 
Aunque en ningún punto prohíbe quejarse en un blog.
Por eso, yo digo:
Preparaos para encontrar mil diferencias en el estilo de vida y estructura social, económica y ambiental de este país. Tomarlas con calma y recordarse que no son mejores ni peores, sólo diferentes. 
Pero, no se sientan mal cuando haya algo que realmente les moleste. Tenemos derecho a decir que en nuestro país hacemos las cosas distintas y que de esa manera están mejor hechas.
De todas formas: 
Las 
verdades 
no son universales.