domingo, 25 de diciembre de 2011

Navidad Rock.

La Navidad sin duda, es uno de los grandes contenidos del intercambio cultural. Así que, en la búsqueda de nuevas vivencias, me abrí a la experiencia y esperé a que la Navidad gringa me mostrase todo lo que tenía que dar.

Bueno, no fue demasiado distinto, en verdad. No es como ir a Israel a celebrar Hanukkah o el Ramadán en naciones musulmanas, sino que se trata de una festividad que no nos es ajena y que está rodeada  de parafernalia a la que ya estamos habituados, pues la Navidad no es una exclusividad gringa, aunque el consumismo sea más desbordado e imprescindible aquí.

Pues bien, el día 24, tuvimos nuestro 'dinner' de la manera habitual (pasta con espinacas a las 6.30 p.m.) en lugar de darnos un festín calórico como haríamos en México en Noche Buena; y más tarde vinieron los abuelos, tíos y tías para cantar villancicos -sí, sólo a eso vinieron-. Fue algo medio ridículo pero debo confesar que moría de curiosidad y que hasta lo disfruté. Después de los villancicos, todos se despidieron y quedaron de regresar al día sigiuente.

Esa noche se quedó dormir la bruja que tuvieron por au pair el año pasado (sí, sí, fue una buena au pair y evidentemente ellos la estiman, pero es una bitch y no la tolero) así que el 25 muy temprano abrimos nuestros regalos junto a los niños. Para ellos, dos toneladas de juguetes que hicieron que mis insignificantes regalos se vieran precisamente insignificantes; mientras que para mí, la lista incluyó muchos dulces, chocolates, una playera, un esmalte para uñas, sombras para párpados y cincuenta dolaritos en monedero electrónico para quemar en el mall. Mucho más de lo que habría podido esperar.

Después de los regalos, llegaron los abuelos y las tías para desayunar. Cada quien con un bowl distinto, así que terminé almorzando fresas, blueberries, pay de espinacas, tocino, un crossaint y mucho jugo de naranja. Mal no la paso.

Habiéndose ido -ahora sí para no volver- los invitados, subí a pegar oreja en la almohada y volver en mí hasta tarde para ir a tener la dichosa Cena Navideña, que equivaldría, como dije, a la Cena de Nochebuena en México. Es decir: en México celebramos la Navidad una noche antes, y al día siguiente, la gente recalienta lo que restó y no asoma ni las narices porque está demasiado desvelada o tiene una resaca imperdonable que no hay tal celebración perinavideña.

Afortunadamente, para esa hora del día, la bruja ya se había ido -las chicas que no serán la primera au pair de la familia, por favor asegúrense de hablar con su antecesora- y los niños habían vuelto a la normalidad. Cosa común: los niños te adoran, pero si los visita la antigua au pair, prepárate para una dosis mayor de lenguas de fuera, muecas de malcriadez, y frases de tipo: "I don't love you, I love Fulanita." Comprobado y ratificado por mi hostmom en cada ocasión que una ex au pair ha regresado a visitarlos.

Fuimos entonces a casa de los abuelos y ahí, con la mantelería y la loza de lujo -de ésa que guardas para la pedida de mano de la menos gorda de tus hijas- celebramos nuestra cena navideña. No sé de qué otra forma decirlo: ellos no celebran Navidad, sino una cena navideña. ¿Y cómo habrían de celebrar Navidad si los niños ni siquiera saben quién fue Jesucristo? Jamón, crema de elote, chícharos y más crossaints fungieron como víctimas de nuestra hambruna decembrina.

Y después de ello, dimos lugar para lo más esperado por chicos y grandes -aceptado abiertamente por los primeros, pero nulamente por los segundos, debido al trip de 'lo importante es convivir con la familia y celebrar que Jesucristo nació' en el que estamos obligados a mantenernos-: ¡los regalos!

Me senté en un sillón para ver cómo mis hostkidos, únicos nietos de este par de abuelos, desenvolvían más y más regalos. "¡Por Dios, van a tener que llamar a una grúa para cargar todo ese mugrero!" pensé. No presté mucha atención a las etiquetas de los regalos, porque ya sabía cuál era el mío: una taza envuelta en papel que no camuflaba su forma en lo absoluto. Sin embargo, gratamente me sorprendieron al entregarme otra bota navideña cargada de dulces y un regalito más. Y otro. Y otro. ¡Y otro!

Al final salí de casa de los abuelos con la taza, los dulces, 15 dólares en monedero electrónico para Starbucks, 50 dólares para gastar en iTunes, un vestido, un paquete de tines, y una riquísima pijama de franela que justo ahora traigo puesta.

Después de la intensa sesión de regalos (no había secretado tanta adrenalina desde que estuve en el aeropuerto de Dallas haciendo la conexión de mi vuelo, temerosa de perder el de enlace) volvimos a casa a prepararnos para dormir y recomenzar una semana más de trabajo.

Hoy cierro los ojos sabiendo que me quedan golosinas para subsistir por lo menos los siguientes treinta días, y que la Navidad en Estados Unidos también puede hacerme feliz.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Comer.

Yo tengo unos hábitos alimenticios bastante malos. No me gustan las verduras, me encanta freír todo (gracias, México), soy amante de los postres, siempre como entrecomidas, nunca me niego un antojo, jamás consumo alimentos reducidos en grasa o azúcar, y sobretodo, considero que comer es un placer y no la respuesta a una necesidad fisiológica.
Entonces llego a este país donde existen ocho mil marcas de comida chatarra y muchas más de comida preparada lista para freír, que jamás probaría aun teniendo la receta (como los camarones fritos con yerbas jamaiquinas que compré ayer). ¿Y qué sucede, entonces? Bueno, pues me encanta comprar. 

Cada semana voy puntualmente al súper y compro lo que necesito y lo que no. Compro mi comida de la semana (la que voy a prepararme y la que está lista para servir), y una dotación generosa de comida chatarra. También visito los pasillos de comida latina para surtirme de imitaciones de la comida que más extraño de mi país. Entonces regreso a mi hostcasa con mis bolsas del súper llenas y...

Tengo que esconderme.

Tengo que correr con mis bolsas hacia el congelador para dejar ahí el helado semanal, las carnes y los congelados; y después de esa escala, subir a mi cuarto y esconder mis bombas calóricas en mi cajonera. Me siento como un ratón cuando toma un trozo de queso del piso y corre hacia su agujero de pared para comérselo a gusto allí. El problema es cuando, como ayer, no logro llegar invicta ni al congelador porque me encuentro a mi hostmom y sus terribles muecas de disgusto, en la cocina.

Comentario a parte: las cosas con mi hostmom no van precisamente bien. Entonces, llego a la cocina con mis bolsas pletóricas de comida chatarra y me recibe con un gestito sangrón de admiración fingida. Y remata: "I can't understand why you buy food in every chance you have!" Bueno, me la pelas. Cuido a tus hijos ¿no? Les doy su porción diaria de chícharos y jugos orgánicos, leche sin grasa y fruta deshidratada ¿no? Nunca como en frente de ellos y cuando traté de esconder mi comida chatarra para que no la vieran, me regañaste y me pediste que la guardara en la alacena. Tú me pagas por mi trabajo y yo soy libre de gastarlo en lo que me venga en gana, así sea un viaje semanal a Europa con 195 dólares, o cien cajas de condones de colores, o bien: mucha comida chatarra, que al final, obstruirá mis arterias y no las tuyas.

Entiendo que ésta no es mi casa y que soy un modelo a seguir, incluso en mis días off. Entiendo y acepto que debo apegarme a sus normas, pero entonces requiero que me las expliquen claramente y no que me critiquen dulcemente por algo que jamás me explicaron me estaba prohibido (y aseguro que si me hubieran dicho que me estaba prohibido comer chatarra, no habría aceptado el match).

Antes de salir de la cocina, insiste: "compraste pizza para toda la semana y aún así sigues comprando comida." Tenía una cuponera, así que pedí una pizza y me mandaron otra. Guardé en el refri lo que no me comí. Pero aquí, con la cultura del desperdicio con la que esta gente nace, es imposible aceptar que su criada mexicana, quiera conservar en refrigeración la comida sobrante para comerla después.

Y no, no tengo un vacío existencial que intente llenar con comida ni como chatarra porque esté deprimida. Simplemente disfruto comer como otros disfrutan beber, dormir o leer, por lo que me frustra  ser criticada por esa afición mía; y tener que esconderme o justificarme por hacerlo.

Luciérnaga y yo decíamos que cuando las cosas van mal, se tiene un mal día, el estrés ahoga, el cansancio impera; poder cenar a gusto contrarrestaría parte del malestar. Saber que al final del día, te espera un momento de tranquilidad en el que sólo tú tienes cabida, y durante el cual puedes disfrutar de algo tan trivial pero monstruosamente restaurador como un muffin de doble chocolate; es un gran aliciente.

Y bueno... yo no lo tengo. Me quedan nueve meses de comer a escondidas en la oscuridad de mi madriguera.