miércoles, 26 de octubre de 2011

De los que se quedan.

Ayer, en mi rondín habitual por féisbuc, me enteré que mi hermana menor fue asaltada el día de ayer por tres cholos armados con pistola, que irrumpieron el local comercial donde ella se encontraba. Tirada en el piso junto con los demás clientes del negocio, mientras los hijosdeputa los pateaban al tiempo que los saqueaban sin dejar de apuntarles con sus armas en ningún momento, ella supo que su vida dependía de la salud mental y de la culerez de los animales en cuestión, que en menos de medio segundo y con un  insignificante chasquido producido al jalar del gatillo, podrían decidir terminar con su vida en cualquier momento.

En México, mi amado y añorado país, tristemente ése no es un escenario inusual. Sin embargo, no deja de ser indignante y atemorizante cada vez que ocurre en un perímetro al que estamos habituados. No hace mucho, mi novio y yo también fuimos asaltados por un tipo que con una navaja-cuchillo-espada de esgrima-no sé nos hizo despojarnos en dos segundos de lo que nos había llevado meses ahorrar para conseguir. Y aunque salimos 'bien librados', no dejó de parecernos escalofriante, y ambos coincidimos en que jamás podríamos acostumbrarnos a vivir así, y a verlo con normalidad cada vez que nos ocurra, ya sin sentir miedo, rabia, indignación o frustración.


Mi hermana está bien, afortunadamente. Se quedó sin celular y sin cartera, pero no tiene más qué lamentar.  Sin embargo, yo, a miles de kilómetros de casa  (3781 kilómetros según Google Maps, y 3100 según tutiempo.net), sí lamenté ayer, no estar con mi familia. Como decía, me pareció indignante, repulsivo y frustrante. Que alguien, salido de nowhere, llegue al lugar donde desafortunadamente estás tú y, abracadabra, "esto es un truco de magia y desapareceré todo lo que traigan. No me importa si todavía lo están pagando o si lo necesitan para llegar a fin de mes." Además, de que, claro, existe la posibilidad de que el acto final del show, incluya el viejísimo pero impactante truco de la bala escondida en el cerebro de alguno de los asistentes.

Sé que no fue el gran evento y sé también que nada habría cambiado si yo hubiese estado ahí, pero aun así, anoche sentí muchas ganas de estar con mi familia. Además, mi particular situación y enfermo funcionamiento intrapsíquico, me hicieron blanco de la culpa por haber mejorado mi calidad de vida -en cuanto a seguridad refiere- mientras que mi familia se quedó en un país que empeora cada día, donde ya ni siquiera te salvas con ser modesto y no alardear de tus nuevas adquisiciones, donde ya las recomendaciones escapan al: "no subas fotos de tu coche a féisbuc" porque ya te asaltan o secuestran aun cuando eres un obrero que gana el salario mínimo y piden rescates millonarios a familias humildes que jamás podrían reunir tales cantidades, donde ya ni siquiera la hora es un marcador para confiar porque los asaltos ocurren en días soleados a la puerta de tu casa, donde cualquier haragán tiene acceso a un arma y decide que no desea trabajar más el resto de su vida, donde las organizaciones delictivas piden una cuota mensual a los empresarios y comerciantes -prósperos o no- para dejarles trabajar.

No es que viva con el chicote flagelándome por mi decisión de dejar a mi familia: aprovecho esta experiencia tanto como puedo para que cuando regrese a la vida de la que me vine huyendo -asaltos incluidos- me sienta satisfecha de haberla exprimido en su totalidad. Sin embargo, con mis atropellados sentimientos, sé que nunca dejé de estar allá. Que la mitad de mi deseo y de mi ímpetu aventurero está amarrado a lo que dejé allá, y a lo que he de encontrarme cuando vuelva.

No es ésta una entrada que piense demasiado, ni una que pretenda hablar sobre algo que resulte común para todas. Ni siquiera entiendo bien hacia dónde estoy yendo con las palabras aquí expuestas. Quizá es sólo la constante incertidumbre, que a veces se calma un poco cuando el corazón siente confianza.

 Y es que, cuando decides venir para acá por un largo año, estás renunciando a TODO. Porque no hay garantía de que cuando regreses vayas a encontrarlo de vuelta. Te imaginas a tus papás recibiéndote de vuelta en el aeropuerto y a tu perro orinándose del gusto de volverte a ver (con o sin sonsonete de Ringo Tovar). Piensas que tu casa estará ahí para recibirte de vuelta y que la gente que conoces no será abducida por un OVNI.

Pero no sabes si eso va a pasar.

Parece fácil considerarlo e incluso evidente dentro de los riesgos de cualquier viaje largo, pero  la verdad es que no nos lo imaginamos, hasta que recordamos la fragilidad de la vida misma. Cuando recordamos que nuestra vida y la de los nuestros no sólo depende de nuestra salud y de la probabilidad de evitar un accidente común como que te atropellen o te caiga un yunque en la cabeza, sino también del humor de un marihuano armado con una pistola y con ánimos de asaltar el café donde nos encontramos, es entonces cuando en verdad lo consideramos, y hasta entonces sentimos el escalofrío pertinente.

Un largo año. Ellos allá y tú aquí.

domingo, 23 de octubre de 2011

Historia de un baño.

Cuando yo era niña mi casa sólo tenía un baño. Cuando la urgencia apremiaba a dos personas, una de ellas tenía que hacer uso de sus mejores trucos mentales para contener el reflejo urinario: algo como recitar el alfabeto griego al revés, como hacen los eyaculadores preoces para aguantar un poco más. Crecí esperando por esa remodelación que nos permitiría tener dos baños en casa para duplicar la probabilidad de encontrar un baño disponible cuando fuese necesario.
El tiempo pasó y los sueldos mejoraron. Un día mis papás pudieron poner un segundo baño en casa y las necesidades de la familia se vieron más cómodamente atendidas. Después, algunos habitantes de la casa emigraron y al final, el número de baños en la casa era paralo al número de habitantes. Así que, ahí conocí la fascinación del baño propio: un baño que puedes usar a cualquier hora, organizar y decorar como te venga en gana, y que sabes que siempre encontrarás en buen estado para usarlo.

Mi historia familiar mutó un par de veces más y con ella, también la situación del baño. A veces mejoró. Otras veces empeoró. Sin embargo, lo fundamental había ocurrido: yo ya conocía lo que no tener que compartir el baño con otra persona y mucho menos, con un hombre.

Durante el match process -he de hacer una etiqueta que se llame: 'el match process es una ilusión'- mi hostfamilia me dijo que si bien el baño al que yo tendría acceso no era un baño privado (pues se encuentra en el pasillo, a diez pasos de mi cuarto), sí sería un baño para mí, ya que las otras habitaciones tenían su baño propio, así que los niños y los papás no usarían 'mi' baño. Me gustó la idea y dije que estaba perfecto.

Pero no fue así. Quizá cuando uno llega  a este país se vuelve más quisquillosa de lo que era en el propio, o reclama por comodidades que ni siquiera teníamos en la vida que dejamos. Sabrá el sereno por qué, pero así resulta. Desde la primer semana, me di cuenta que yo no sería la usuaria exclusiva de 'mi' baño y que éste sería objeto de uso para cualquiera que estuviese cerca y sintiese la necesidad de ayudar a sus fluidos a lograr su destino extracorpóreo.

No me molestaría tanto -y no estaría escribiendo esta entrada- si no fuese porque los niños tienen una puntería lastimera: a veces creo que orinan sin sostener su american penis o que dibujan espirales en el aire con él mientras lo hacen, lo que deriva en un retrete salpicado o un piso humedecido (¡y eso es muy desagradable cuando pasas todo el tiempo descalza!), además de que, olvidan tirar la cadena del retrete y siempre, -siempre- dejan levantado el asiento del baño. Increíblemente molesto. He amenazado a mi novio con dejarlo si no mejora ese mal hábito suyo, de manera que aquí, cuando encuentro el asiento en su estado no deseable, siento un deseo repentino de hacer lo mismo.

El baño, a mi gusto, es un lugar muy personal, y al igual que el lugar donde vives, necesita normas para sentirte cómoda en él. Si no te gusta comer en una mesa llena de migajas de un comensal previo, ¿por qué no tener el mismo cuidado en lo que al baño refiere?
Yo no me siento cómoda dejando mi cepillo de dientes en el lavabo sin saber si uno de los niños va a tomarlo y usarlo como destapacaños.  Tengo que mudar mi champú, mi jabón, mi esponja, y todo lo que ocupo para bañarme, cada vez que entro a la bañera, porque me da algo de vergüenza que vean mis champúes contra la calivice, mis rastrillos especialmente diseñados para descendientes directos del Homo Hábilis, y mis esponjas económicas hechas con fomi -no orgánico-. No puedo tomar, además, un baño de tina larguísimo cuando el día fue estresante o simplemente cuando tengo ganas de que mi piel se cocine al vapor, porque siempre hay alguien tocando la puerta. ¡A pesar de que hay más baños en esta casa!

El constante llamar a la puerta me recuerda a mi infancia cuando nuestro único baño disponible estaba ocupado y alguien más deseaba entrar. Me recuerda esos días de entretenida lectura en excusado en los que estando bien instalada en mis sentaderas me hacía desear un baño adicional para que nadie molestara durante tan recreativa actividad. Me hace recordar cuando conocí la gloria del baño propio y la sensación de libertad que le acompañó al poder disponer  de sus espacios a mi gusto: ¿no te gusta el papel de baño en la gaveta de abajo? ¡Ponlo en la de arriba!

Lo más desafortunado de todo es que ayer mi hostpatrón me entregó mis guantes de látex amarillo, mi bote de Ajax y mi esponja Scotch Brite: el kit completo de limpieza para mi baño que no es mío. Así que en lugar de gozar de la privacidad de un baño propio, hoy me encuentro tallando el sarro acumulado por el uso compartido.

Sigh.

sábado, 15 de octubre de 2011

Estrenando.

Pues sí, ya me estrené. Di el primer golpe con 'mi' coche.

No es una gran historia. Tampoco tengo una buena justificación. Es decir, no di el golpe debido a una situación excepcional que lo ameritara, como, que un volcán emergió de la nada y al intentar rodearlo, golpeé una roca volcánica que cayó a mi lado. Ni tampoco tenía una buena excusa, que sonara como a que transporté al último ejemplar de rinoceronte blanco en el cofre para llevarlo a un refugio.

No.

La verdad es que di el golpe porque soy una estúpida. Porque mi dominio en las maniobras de reversa es básicamente nulo. Porque confié demasiado en que podría poner en práctica mis conocimientos y habilidades al volante en cualquier escenario aunque fuese desconocido. Porque mi percepción de las distancias es tan mala que necesito bajarme del auto a verificar si tengo suficiente espacio o no para salir. Porque simplemente manejar nunca será una habilidad en la que pueda confiar.

Resulta que el carpintero estaba en la casa haciendo unas reparaciones. Dejó estacionado su coche detrás del mío. Y a mi derecha estaba el amado coche antiguo de mi hostdad. Mi intención era salir en diagonal, esquivando el coche del carpintero y formándome detrás del arca de Noé con ruedas. Pero  al hacerlo, perdí la perspectiva y terminé embarrándome contra el coche antiguo. A mi coche no le pasó nada, pero la defensa del coche de mi hostjefe, no corrió con la misma suerte y terminó hecha churrito.

La chillonería, la culpa, el deseo de hacer volver el tiempo y de preferencia con cinco centímetros de distancia, y las amenazas mentales a mí misma sobre cambiar de familia o abandonar el programa por falta de capacidad, ya sucedieron y ya las dejé atrás. Así que ahora, sólo me queda palomear un error más en la lista.

Sí, a la lista de mis errores en este país, además de darle gomitas a un bebé con tres dientes creyendo que eran lo suficientemente suaves para deglutirlas, confundir thirteen con thirty, haber llegado tarde a trabajar y con las lagañas en su lugar por haber confiado en que podría dormitar sólo cinco minutitos y despertarme a buena hora, y dejar algunas piezas de rompecabezas debajo de los sillones por no barrer después de que mis críos juegan, se le suma haber dado un buen golpazo de reversa.

Y los que faltan.

domingo, 9 de octubre de 2011

Hoy me regañaron.

Hoy domingo me desperté a las nueve y media de la mañana, lo que consideré un evento afortunado ya que los pequeños moradores de este hogar tienen la insensatísima costumbre de despertar  cada día a las 7.30 a.m., independientemente de los compromisos escolares que el día pueda o no tener para ellos; y hacer muchísimo ruido después de su puntual despertar.

Bajé y la casa estaba sola. ¡Otro evento afortunado! Me bañé, desayuné mis CocoaKrispies, me vestí y me puse online para melosear con mi novio todo el día. Hasta ahí la ausencia me había sentado bien; sin embargo, cuando empecé a sentir hambre y vi que no había nada para comer, salvo alimentos que yo consideraría más bien una botana -como barritas de queso, yogur, galletas y cacahuates-, y un congelador lleno de vegetales verdes que no comería salvo que hubiese una hambruna mundial y dicha reserva constituyera mi única fuente de alimento; la alegría de estar sola se desvaneció.

No sabía dónde estaba mi familia postiza, pero imaginé que no llegaría a tiempo para el dinner, así que busqué otra opciones para comer. Sin embargo, la búsqueda fue inútil ya que no tenía dinero  en efectivo para pagar una pizza de entrega a domicilio y tampoco podía comprar nada porque, como han de recordar mi continua queja, todo aquí me queda a veinte minutos en coche.

Entonces... ¿por qué no ir en coche al súper? Bueno, "mi familia no está", "yo no puedo tomar el coche sin permiso", "el coche es para recoger a los niños de la escuela", "mi familia no confía en mi forma de conducir", "si me pasa algo ni enterados van a estar". Argumentos así de sensatos merodearon mi cabeza y decidí que no podía tomar el coche. Así que no conduje y me preparé por enésima vez, una quesadilla piltrafienta para comer. Mientras me la comía y me abrumaba el tedio dominical, pensaba en lo rico que sería tomar un heladito de Baskin Robbins, salir un rato a la plaza a prestar mi valiosísima atención a las múltiples vitrinas de las múltiples tiendas ahí instaladas, así  como comprar cosas que me hacen falta para mi digna subsistencia. Pero deseché la idea: ¡imposible tomar el coche sin consentimiento!

Más tarde, llegó mi hostfamily. Lo primero que mi hostdado preguntó fue: "¿Y saliste a manejar?". Yo, muy orgullosa de mí le contesté que no, porque no sabía si podía tomar el coche cuando no estuviesen ellos. "¡Ah, vaya, qué au pair tan sensata! ¡Que se sabe una empleada y no un miembro de la familia con innegable derecho a todo!" seguido de dos palmaditas en la cabeza, fue la reacción que yo esperé. Pero no ocurrió.

 En su lugar, mi hostdado me mostró un recado de papel bond tamaño 95x95, escrito con plumón indeleble color rojo carmesí #58, de letras gigantes que decía: "VAINILLA, POR FAVOR, TOMA EL COCHE Y SAL A PRACTICAR. Estamos en Washington y blablablablá" pegado muy visiblemente en la puerta de la entrada, que además es de cristal y permite perfecto la visión.

Le dije la verdad: que no había visto el letrero. Pero su expresión facial, sus cejas arqueadas y su irónico "jmmm", me hicieron saber que no me creyó. Después vino un sermón sobre cómo me atrevo a desperdiciar mis días libres, gastándolos en la inercia del reposo boca arriba, cuando tengo tanto qué mejorar en lo que al american driving refiere. Me disculpé más de una vez, pero el regaño no cesó. Mi  hostpatrón siguió diciendo que no puedo pasar mis días libres sin hacer nada, que es mi obligación manejar con seguridad para su familia, así como acatar las órdenes que me dan y un largo etcétera de argumentos que no tenían razón de ser, porque yo no había desobedecido una orden porque quisiera, sino porque mi miopía, mis períodos de autismo, y mi falta de atención a las puertas de cristal, no me permitieron ver el recado.

Subí a mi cuarto e hice mi merecido berrinche.

Pasé todo un domingo miserable. Aburridísima. Muriendo de hambre. Y todo por hacer lo que yo creí correcto para la familia. De haber visto el jodido papel, habría matado dos pájaros de un resorterazo: habría mejorado mi domingo al conectarme con al civilización, al mismo tiempo que habría cumplido con las expectativas laborales de mi hostfamilia.

Lo más jodido de todo, es que el berrinche no sólo lo hice yo; sino que a los pocos minutos subió mi hostdado a decirme que 'siempre no' me daban el Columbus Day para descansar: que me necesitarían y que mañana nos veíamos para cuidar a los niños. Entonces, mis planes de degustar una riquísima hamburguesa 'Five Guys' y derrochar mi lunes con mi amiga, disfrutando un poco de mi escasa dosis de civilización a la que tengo acceso de vez en cuando, se derrumbaron inmediatamente. Y todo por no haber visto un jodido letrero.

A veces pienso que los hostparents también necesitan un time out. ¡Yo con mucho gusto le aplicaba uno al mío!

domingo, 2 de octubre de 2011

Honeymoon

Cuando pedí información para sumarle el trabajo en el extranjero a mi historia de vida, la directora de una de las agencias que consulté me contó que cuando las au pairs llegan a Estados Unidos entran en una etapa de luna de miel profunda y todo les parece perfecto, por lo menos por un mes. Sienten que es el trabajo de su vida, que aman a la familia y que nacieron para vivir al american style. 

Bueno, pues eso no me pasó a mí. A pesar de que mi primer mes aquí ha resultado bastante aceptable porque valoro tener unos hostparents respetuosos de mi horario de trabajo, bastante despreocupados -que no les importe demasiado salir después de la hora de dormir para buscar a su au pair extraviada-, que comparten abiertamente su casa conmigo -desde el champú y los postres hasta las labores diarias como vaciar el lavavajillas- y unos niños, aunque caprichosos, bastante domesticados; no sentí ninguna fascinación por mi nueva vida.

No misunderstandings: me encanta estar aquí -con todo lo que eso implica-. Pero en ningún día de mi primer mes sentí que estuviese en la cima de una montaña rusa, comiéndome un helado de triple chocolate Häagen Dazs, escuchando una rola beatle y teniendo un orgasmo clitoreo al mismo tiempo.

Si bien siempre supe que venía a trabajar y que esto no era un viaje de placer (lo cual considero que  me ha servido mucho, como para no estar lloriqueando  a diario por mi novio, mi mamá y mis fines de semana alcoholizados), no imaginé cómo ciertos factores podrían entorpecer esa luna de miel que en otra agencia me prometieron.

No pensé que sería tan aburrido.
No pensé que sería tan difícil manejar (o dicho de otro modo: no sabía cuán mal manejaba yo.)
No pensé que extrañaría tanto la comida.
No pensé que acá todo sería tan caro.

¡Mi horario de trabajo es fabuloso! Si viviera en México. Acá, sin amigos, sin una plaza comercial, sin un bar cercano donde toquen buena música, los weekends off sirven de muy poco. Mi mayor entretenmiento después del internet y mirar el techo sin descanso, es torturar mayates americanos (no sé qué insecto sean, pero si los aplastas, en venganza sueltan un hedor terrible). Una vez le puse pasta dental a uno y se veía bastante fancy con su cubierta azul nacarada. Es decir: me aburro terriblemente si no hay un alma piadosa que venga a sacarme -montada en un vehículo motorizado- del tedio que es vivir en un bosque. Y ello nos lleva a la queja número dos: la imposibilidad de manejar.

Durante el match, la familia me dijo que todo servicio me quedaba 'cerca' de casa: gimnasio, cine, mall, Starbucks y bares. Todos esos lugares donde una persona de mi edad quiere pasar su tiempo libre. Cuando llegué aquí, supe que 'cerca' significaba 'quince minutos en coche', o lo que es lo mismo: 'imposible llegar ahí caminando'. Entonces, a pesar de que ellos me prestan su automóvil para que vaya a donde quiera, yo estoy tan aterrada con respecto a las diferencias de tránsito entre este país y el mío (¡aquí los semáforos no parpadean en verde!) y me siento tan poco apta para manejar en una vialidad de tipo carretero, que lo último que quiero es ponerme tras el volante.

En cuanto a la comida, tuve mi propio trip. Uno bastante infantil pero lo suficientemente significativo como para pensar que no padecería. Pensé que sería feliz comiendo en Dunkin Donuts a diario, que nunca me hastiaría de los helados Ben & Jerry's que en México son carísimos, que me fascinaría llenar mi carrito de súpermercado con mucha, mucha junk food disponible únicamente en este país. ¡Y así fue! La primera semana.
Ayer me regocijé al encontrar un chorizo mexicano de muy buen sabor, aunque lamenté que las tortillas de maíz fuesen tan malas. (Aún no encuentro unas que sepan igual que las de allá). Es curioso: uno viene a un país distinto a probar su cultura, y termina por buscar lo más parecido a la de origen. A veces no como porque no se me antojan sus congelados listos para calentar y servir. Tengo ganas de un arroz rojo con chícharos como el que hace mi mamá y unos frijolitos refritos con queso ranchero encima. Y bueno, la posibilidad de que mi arroz resulte como el de mi mamá es bastante, bastante, improbable, por lo que creo que no volveré a probar un buen arroz sino hasta el año entrante.

Por último: el dinero. Cuando yo hice la conversión de 195.75 dólares a pesos mexicanos, me dio un resultado mayor de lo que yo ganaba semanalmente en mi empleo en México, así que pensé que con mi sueldo de au pair podría darme la gran vida. Pero no fue así.
A diferencia del lugar donde yo vivo, acá todo es de marca y cuesta lo que cuesta una marca. Yo en México no compraba un champú Pantene de setenta pesos, sino que buscaba otros más económicos de marcas nacionales y el resultado nunca me dio problema. No compraba cosméticos Maybelline ni usaba jamás un esmalte de uñas Covergirl de cien pesos. Si quería un bote de helado, no me compraba uno de marca alemana de ochenta pesos, sino que confiaba siempre en la buena Holanda y sus litros de veinticinco pesitos. Siempre buscaba las alternativas más económicas. Acá, no hay tales. ¿Quieres una sombra, un polvo compacto o un esmalte? Diez, doce, quince dólares. ¿Zapatos? Cuarenta dólares. ¿Un a bolita de helado? Cuatro dólares. ¿Viajar en taxi? Cincuenta dólares por una distancia irrisoria.
Aun así, supongo que el dinero alcanza bien para la mayoría de las chicas. Pero para mí que debo dividirme entre mi familia, mi deuda y mi vida americana, de mis diez mil pesos mensuales me viene quedando lo suficiente para comprarme un champú Pantene.

Como sea, esto es sólo el principio de mi año. Un año que a pesar de su aislamiento social, sus precios altos y sus extrañas reglas de tránsito, pienso vivir completito, aunque esto sea como un matrimonio sin luna de miel y aunque nunca pueda comprarme dos pares de zapatos un mismo fin de semana.